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De inundaciones y sequías

Vista del río Guadalmez aguas abajo del puente de acceso a dicha localidad 6 de marzo de 2018
Vista del río Guadalmez aguas abajo del puente de acceso a esta localidad/Lanza
Ángel Hernández Sobrino
Desde hace ya varios días llueve con intensidad en la provincia de Ciudad Real y en otras muchas zonas de España. Estas precipitaciones llevan incorporadas además fuertes rachas de viento que han arrancado árboles y tejados, tirado postes y vallas y causado otros daños varios. Como se verá a continuación y  tomando como ejemplo el siglo XVII, estas grandes borrascas no son casos raros sino fenómenos meteorológicos relativamente frecuentes, tal y como demuestra la documentación existente en los diversos archivos

“No tenga vuestra merced pena, señor mío,

ni haga caso de lo que este loco ha dicho

 que si él es Júpiter y no quiere llover,

yo, que soy Neptuno, el padre y el dios de las aguas,

lloveré todas las veces que se me antoje y fuere menester”.

 Miguel de Cervantes Saavedra

 

Desde hace ya varios días llueve con intensidad en la provincia de Ciudad Real y en otras muchas zonas de España. Estas precipitaciones llevan incorporadas además fuertes rachas de viento que han arrancado árboles y tejados, tirado postes y vallas y causado otros daños varios. Como se verá a continuación y  tomando como ejemplo el siglo XVII, estas grandes borrascas no son casos raros sino fenómenos meteorológicos relativamente frecuentes, tal y como demuestra la documentación existente en los diversos archivos.

 

La Pequeña Edad del Hielo (1550-1700)

En este período de siglo y medio de duración se originó un enfriamiento general en toda Europa, lo que provocó diversos fenómenos extremos que produjeron olas de frío, sequías e inundaciones. Terminaba así el período medieval, una época en la que la temperatura media había sido más alta. Estos cambios fueron causados, en opinión de los meteorólogos, por variaciones en la circulación general de la atmósfera.

En el siglo XVI hubo un fuerte crecimiento demográfico en España. Aunque en aquella centuria la mayor parte de la población vivía en pueblos desperdigados por la amplia geografía española, comenzaba el crecimiento de algunas ciudades, como es el caso de Sevilla. Se calcula que la población de la región de La Mancha creció un 86% de 1530 a 1581. No obstante, se hubieron de superar algunos obstáculos importantes, como las epidemias y la climatología adversa.

A lo largo del siglo XVII, España se vio asolada por numerosas inundaciones. Por ejemplo, el Guadalquivir se desbordó en varias ocasiones, produciendo enormes daños, y Sevilla sufrió nada menos que dieciséis inundaciones entre 1587 y 1650. La de enero de 1604 fue reflejada por el cronista Luis Cabrera de Córdoba en sus Relaciones de las cosas sucedidas en la corte de España desde 1589 hasta 1614.

La lluvia comenzó el 18 de enero y no cesó hasta el 21, lo que provocó que el Guadalquivir penetrara en Sevilla, de modo que “en los almacenes todo se perdió y se cayeron mucha cantidad de casas donde murió mucha gente, y se cayeron dos monasterios, y de otros que estaban en la ribera se llevó parte el río, y navíos se perdieron muchos con sus mercadurías, y se ha estimado el daño que ha hecho en la ciudad en más de un millón de ducados;… y se averigua haberse ahogado más de 2.000 personas y en el campo gran cantidad de ganados y yeguas y ganados mayores y menores, y el día de Santo Tomé amaneció la ciudad cercada de agua como otra Venecia”.

Esta gran borrasca afectó también a otras áreas del oeste peninsular, así que “el río Guadiana se llevó diez ojos del puente de Badajoz con tres aceras de casas, donde había mucho trigo, aceite y otras cosas, y en el campo ahogó gran cantidad de ganados mayores y menores e hizo mucho daño… y se ahogó mucha gente”.

 Hubo también graves inundaciones en el suroeste de la provincia de Ciudad Real, donde el río Guadalmez, que en verano solo tiene charcas aisladas, se convirtió en un trampa para los que intentaron cruzarlo. El antiguo camino de Madrid a Andalucía occidental cruzaba el Guadalmez por un vado, pero “Francisco Muñoz, correo que vino de Madrid, dice que era tal el agua y viento que hacían por los caminos que vino, que parecía andaban algunas legiones de demonios en ellos, con que crecieron los arroyos y ríos de manera que se detuvo día y medio en el río Guadalmez, donde se ahogó Juan de Alillo, postillón, entrando a vadearlo”.

 Otras enormes inundaciones ocurridas en España durante la centuria de 1600 afectaron a Cataluña, noviembre de 1617; a Andalucía, marzo de 1618; a Andalucía de nuevo, enero de 1626; y Castilla, años 1626 y 1636. El citado 1626 fue conocido en toda España como el año del diluvio.

 

Víctimas y daños

Además de los numerosos muertos por ahogamiento, los daños causados por las inundaciones fueron enormes: casas destruidas, cosechas perdidas y falta de alimentos, sobre todo el pan, el alimento por excelencia en aquella época. Sebastián de Covarrubias lo definía en su Tesoro de la lengua castellana o española, publicado en 1611, como “sustento común de los hombres”.

En Salamanca, por ejemplo, las lluvias intensas y continuadas durante los días 24, 25 y 26 de enero del citado 1626 provocaron el desbordamiento del río Tormes y la ruina de la ciudad y sus aledaños. A pesar de que la actuación de las autoridades fue ejemplar, el panorama que se presentó el martes, 27 de enero, era desolador, “…sacando muchos difuntos de las casas, hallando ciento cincuenta muertos, sin los que quedan sepultados en sus propias casas, de las cuales las más fueron hundidas por la grande humedad que causó el agua en sus cimientos y otras se las llevó el río y a sus dueños en las camas”.

 En estos casos, a las pérdidas humanas había que sumar las materiales, de modo que las consecuencias de la destrucción duraban meses e incluso años. Muchos de los productos almacenados se perdían, el ganado moría y los molinos quedaban destruidos o dañados. Además, los caminos quedaban cortados, con lo que no podían llegar alimentos de otras zonas que no habían sido devastadas. Las peores consecuencias del desastre se cebaban en pobres, mujeres, niños, ancianos y enfermos, cuya subsistencia quedaba en manos de las autoridades y también, a veces, de curas y frailes, quienes abrían las iglesias y conventos a los desvalidos.

Estas situaciones ponían a prueba a los individuos y a la sociedad en su conjunto, dándose casos tanto de heroísmo y generosidad como de egoísmo y crueldad. Un caso clásico de insolidaridad era el acúmulo de los escasos alimentos disponibles para especular con su precio en beneficio propio.

El socorro divino

Catástrofes como las citadas con anterioridad eran estimadas como extraordinarias en aquella época, de modo que la sociedad las consideraba como un castigo divino. Si se trataba de terremotos o erupciones volcánicas mucho más todavía, pues a la catástrofe había que sumar lo imprevisto de la misma. En una crónica de aquellos años puede leerse: “Aquellas calamidades y trabajos, que en lo físico son efectos de causas naturales, las dirige Dios por sus altísimos fines, ya para castigar nuestras culpas, ya para avisarnos de su ira e indignación”.

La impotencia de la ciencia para explicar estos fenómenos naturales planteaba a las gentes múltiples interrogantes y predisponía a sus conciencias a confiar ciegamente en respuestas religiosas. De este modo, la balanza entre ciencia y religión siempre se inclinaba a favor de esta, así que la creencia popular buscaba la causa de los desastres en designios divinos y razones de la providencia celestial.

Ante estas desgracias y calamidades, hombres y mujeres recurrían a la expiación y a la penitencia en un intento de aplacar la ira divina. Se celebraban oficios religiosos de todo tipo, confesiones multitudinarias, misas y, sobre todo, procesiones, en las que era corriente hacer penitencia pública con acompañamiento de disciplinantes: “… descargando sobre las desnudas espaldas tan fuertes golpes con lo crudo de un cuero, que rompiéndose la carne, hacía verter la sangre de sus venas”.

Por su parte, la Inquisición vigilaba de manera estricta que las conciencias no se torcieran y atribuyeran al diablo ser el causante de tempestades, inundaciones o sequías. La Iglesia recomendaba a los párrocos que invitaran a sus feligreses a combatir tales calamidades con “oraciones, misas, ayunos y limosnas, invocando a Dios y a los santos para que envíen ayuda sobrenatural del cielo”.                                          

 

Rogativas a la Virgen del Prado

En abril de 1616 se celebraron en Ciudad Real rogativas a la Virgen del Prado, impetrando lluvias. En Almadén y otros pueblos cercanos el recurso al socorro divino fue también  más fuerte por la sequía que por las inundaciones. Cuenta el historiador Rafael Gil que en abril de 1775 hubo de recurrirse a la intercesión de Nuestra Señora de Gargantiel, una aldea situada a unos quince kilómetros, pues las rogativas al Cristo de la Fuensanta, cuya imagen se veneraba en una ermita de las afueras de Almadén, no habían conseguido que lloviera lo suficiente para salvar las cosechas. Hay que tener en cuenta que la ruina de los campos por la falta de precipitaciones producía escasez y carestía del pan, lo que provocaba un enorme problema para la subsistencia de la sociedad de la época.

En 1608, la región más afectada por la sequía fue Galicia, situación que quedó reflejada así por el  citado cronista Cabrera de Córdoba en junio de dicho año: “La esterilidad y falta de pan en Galicia ha pasado tan adelante que se han muerto en tierra de Santiago más de 1.500 personas y que cada día irá el trabajo en aumento, entretanto que no se pudieren servir del que está en el campo, porque no se cogió el año pasado ninguno… y por falta de dinero no se podrán proveer de afuera, y los pueblos vecinos se guardaban temiendo de peste por ser muy ordinario suceder tras el hambre”.

En la región de La Mancha, el rendimiento de las cosechas de los años 1603- 1604 y de 1616-1618 produjo graves crisis agrarias, lo que queda demostrado por los diezmos del pan que percibía el Arzobispado de Toledo. Los datos de los archivos muestran en esos años una fuerte tendencia a la baja de los diezmos.

 

Pasaderas y barcas

Los métodos más utilizados en las centurias de la Edad Moderna para cruzar ríos y arroyos fueron los vados y pasaderas. Cuando aquellos no eran suficientemente fiables, se colocaban grandes bloques de piedra en el cauce del río para permitir el paso de hombres y animales sin ser arrastrados por la corriente. Este método era complementado en ocasiones con sogas o cadenas atadas en ambas orillas para que los trajinantes pudieran agarrarse a ellas en caso de necesidad. Si se rompían, hombres y bestias eran arrastrados aguas abajo.

En marzo de 1618, las lluvias fueron tan fuertes en Andalucía que el Guadalquivir destrozó puentes y molinos, y arrastró hombres y ganado hasta su desembocadura, así que “… es cosa cierta que el Excelentísimo Duque de Medina ha hecho enterrar en Sanlúcar más de ciento setenta personas, entre las cuales hallaron catorce frailes y seis clérigos, un coche, dos literas y un carro de bueyes que el río había llevado hasta allí ahogados”.

Cuando se puso en explotación la mina de azogue de Almadenejos en el siglo XVIII, el mayor obstáculo en el camino entre Almadenejos y Almadén fue el río Valdeazogues, de modo que en época de lluvias el tráfico entre ambos centros mineros quedaba cortado durante semanas enteras. El superintendente Villegas propuso en 1753 a D. Joseph de Carvajal y Lancaster, secretario de Estado de Fernando VI, la construcción de un puente en el citado río, pero al final se decidió construir una barca. Como es lógico, una barca de madera asida a una cadena tenía fecha de caducidad, así que en 1757 tuvo de repararse pues se encontraba en mal estado. En la comarca de Almadén hubo también por entonces otra barca para cruzar el río Guadalmez, ya que en la época de lluvias los vados quedaban anegados.

Los carreteros y arrieros que llevaban el azogue de Almadén a Sevilla utilizaron este tipo de barcas para cruzar el Guadalquivir, pues no existía por entonces ningún puente fijo, salvo el de Triana en la propia ciudad de Sevilla y, además, este no era de piedra sino que estaba formado por tablones de madera clavados al conjunto de barcas atadas entre sí que había bajo ellos. Había barcas para cruzar el Guadalquivir en muchos pueblos aledaños al río, como Tocina, Alcolea y Cantillana, pero todo el mundo, incluidos los carreteros y arrieros del azogue, debía pagar los correspondientes barcajes para cruzarlo.

Puentes de piedra y ladrillo

Como el trasiego de personal y materiales entre Almadén y Almadenejos fue en aumento, la barca del Valdeazogues fue sustituida a finales del XVIII por un puente de piedra y ladrillo, dotado de tres ojos. A pesar de ser una construcción firme, en el invierno de 1829 una fuerte avenida de agua lo destruyó en parte, dándose entonces orden de repararlo y dotarlo de cuatro ojos para que admitiera un caudal mayor. No obstante y antes de que consumara su reparación, fue arrasado de nuevo y no sería hasta 1831 cuando se pudo reparar de manera definitiva. En Sevilla habrían de esperar unos años más, pues no sería hasta mediados del siglo XIX cuando se construyó un puente fijo sobre el Guadalquivir, al que se conoce como puente de Triana o de Isabel II.

Un nuevo puente, en este caso de hierro, fue construido en otro paraje del Valdeazogues a finales del XIX. El motivo fue la apertura de la nueva carretera empedrada que unía Almadén con Córdoba, actual carretera nacional N-502, que va de Ávila a Córdoba. Por entonces, el antiguo camino carretero de Almadén a Sevilla había perdido toda su importancia, ya que había sido construida la línea férrea de Madrid a Badajoz, con estación en Almadenejos.

Escribía así Pascual Madoz en 1841 sobre estos temas: “Los ríos que rodean a Almadén cierran, a veces por bastantes días, su comunicación con las provincias limítrofes de Córdoba y Badajoz”. Todavía en los años de la Segunda República, ganaderos y pastores cuyos rebaños pacían al sur de Almadén, solicitaban al Consejo de Administración de las minas la construcción de pasaderas en los ríos Valdeazogues y Alcudia dentro de la Dehesa de Castilseras para no quedarse aislados en época de temporales.

 

© Ángel Hernández Sobrino

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