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28 marzo 2024
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Aquel héroe de nuestra infancia

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Laura Espinar
Vivimos los estertores de una cultura que parece desmoronarse, poco a poco, desde sus cimientos. El malhadado siglo XXI comenzó con un estrépito de derrumbes y las Torres Gemelas, al caer, no sólo nos dejaron en la memoria su ruido de catástrofe, sino también esa aterradora orfandad que dejan los símbolos caídos. Vivimos unos tiempos funestos, en los que se elaboran guerras a la carta o se diseñan crisis de alta ingeniería financiera, mientras abajo, a pie de calle, comienza a desvanecerse el sueño de la sociedad del bienestar.

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 Tiempos que no son de silencio, como escribió Martín Santos, sino más bien de ruido y confusión, en los que la sombra rapaz de los banqueros planea sobre nuestros bolsillos, en los que los políticos se afanan en ofrecernos su perfil más fotogénico y donde los intelectuales, en el mejor de los casos, andan instalados en el aurea mediocritas del funcionariado. Y mientras tanto, a pie de calle, la gente anda distraída con el fútbol, los culebrones y las tertulias televisivas, o con las añagazas de las nuevas tecnologías y los bodorrios de alto abolengo.

   Tal vez nos encontremos, como ya diagnosticó Unamuno para la sociedad de su época, en una nueva situación de marasmo, con el agravante de que ahora, un siglo después, el nuestro no es sólo un “páramo espiritual” sino también un páramo económico y un tiempo sin líderes culturales, sin referentes intelectuales, y lo que es aún peor, sin referentes morales.

   Pero el nuestro es, por encima de todo, un tiempo sin héroes.

  Para los que vivimos una infancia (ya demasiado lejana) de pan con chocolate y alguna que otra cata de aceite, y teníamos como único horizonte los dorados paisajes de las eras, los cómics fueron una ventana abierta al mundo de la fantasía, una vidriera multicolor en tiempos que, televisivamente, eran de blanco y negro todavía. A través de las viñetas del cómic, allá por los remotos 60, entrábamos en el reino mágico de la evasión y la aventura. Y entre aquellos cómics de entonces, el personaje del Capitán Trueno conserva un lugar privilegiado en nuestra memoria. También, a ratos, leíamos aquellas novelitas del oeste que comprábamos por dos reales en el kiosko de nuestro pueblo, y alternábamos esas lecturas con otras novelas, más serias y más caras, que alimentaban igualmente nuestras ansias de aventura: las de Julio Verne o las de Zane Grey, las de Emilio Salgari o incluso las de Richmal Crompton.

   Pero los tebeos del Capitán Trueno tenían siempre un color y un sabor diferentes. Aquel personaje melenudo y valiente, junto con su exótica y rubia compañera Sigrid, princesa de Thule, o aquel gigantón tuerto llamado Goliat y el joven Crispín, eran para nosotros una especie de familia, extraña y aventurera, con la que viajábamos por lugares desconocidos y por unos tiempos, los de la Edad Media, que estaban llenos de misterio, y de leyendas. Junto a ellos, sobre su globo aerostático, viajamos por el mundo, igual que viajamos también por los mares de Salgari, por las praderas de Karl May o por las islas de Stevenson.

   Aquellos guiones de Víctor Mora y aquellos dibujos de Ambrós, editados por Bruguera, que nos sumergían en un fabuloso tiempo de Cruzadas, supieron transmitirnos un raro espíritu de lucha por los más nobles ideales, ésos que después pudimos sentir de nuevo leyendo El Quijote. Porque el Capitán Trueno, arquetipo del caballero andante medieval, era como una reencarnación pura, aunque sin locuras ni parodias deformantes, del más ingenioso hidalgo que vieron los siglos. La figura del Capitán Trueno, cuyo ideal caballeresco se basaba en la valentía, en la libertad y en la justicia, en la defensa de los débiles y de los oprimidos, quizá nos ayudó, más tarde, a comprender mejor al personaje cervantino.

   En aquellos oscuros años de la dictadura, la lucha del Capitán Trueno contra la opresión y la tiranía encerraba un mensaje que nosotros aún no sabíamos captar, pero que motivó, de hecho, que esos tebeos hubieran de librar también duras batallas contra la censura franquista. Sin embargo, de una manera inconsciente, en aquella lucha y con aquellos ideales, como después también con los del buen hidalgo manchego, nos identificabámos todos los niños de entonces.

 

   El hecho de que ahora el Capitán Trueno haya sido llevado a la gran pantalla, bajo la dirección del cineasta Antonio Hernández, al margen de sus valores cinematográficos es un gesto digno, por sí solo, del mayor respeto y alabanza, porque con ello adquiere carne y realidad uno de esos héroes que pertenecen al imaginario colectivo de nuestra infancia y de nuestra cultura.

   Frente a Superman, Spiderman, Batman y otros superhéroes que nos llegaron de fuera, la mayoría de ellos dotados de maravillosos poderes, el Capitán Trueno aparece como un héroe más verosímil, más humano, un personaje dotado con esa sobriedad de los héroes castellanos, con esa misma sobriedad que también caracterizó al más emblemático de nuestros héroes épicos, el Cid, que para llegar al mundo del celuloide tuvo que esperar a la iniciativa de la poderosa industria americana.

   Por ello, tan sólo el gesto de que desde dentro de nuestro país se pretenda reivindicar para el cine a nuestros propios héroes, reales o de ficción, ya es razón suficiente para que Capitán Trueno y el Santo Grial sea valorado positivamente. Pero además, su localización en escenarios, tan espectaculares y tan nuestros, como el Castillo de Calatrava la Nueva o las Lagunas de Ruidera, no podían sino aproximarnos un poco más la figura de este personaje y realzar más aún, si cabe, su halo quijotesco.

 

   Vivimos tiempos funestos donde parecen haberse perdido de vista los valores más positivos, nobles y esenciales del ser humano, pero la recuperación de personajes como el Capitán Trueno viene a recordarnos, por un lado, aquellos inolvidables ratos de nuestra infancia lectora, y nos hace creer de nuevo en la magia de la aventura; pero, por encima de todo, nos viene a recordar que los utópicos ideales de libertad y de justicia continúan siendo posibles todavía.

 

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