El vigésimo aniversario del asesinato del que fuera concejal del Ayuntamiento de Ermua, ha sido conmemorado por casi todos. Prácticamente ha habido unanimidad, aunque se hayan registrado salidas de tono y alguna que otra estupidez, cuyos comentarios deben huir del calor de la inmediatez. Que simpatizantes –o al menos complacientes con ETA- se hayan negado a participar en homenaje alguno, no solo es natural, sino que valoriza la participación generalizada que ha permitido demostrar la libertad ciudadana que, sin necesidad de mandatos imperativos, ha sabido y querido honrar a quien fue brutalmente asesinado por los que, en su irracional fanatismo, no permiten que nadie tenga pensamientos distintos a los suyos, si es que pueden ser tildados de pensamientos sus irracionales pulsiones.
Que el asesinato de Miguel Ángel Blanco no fue sino una más de las execrables “acciones armadas” de la banda terrorista con pretensiones de “ejército de liberación nacional”, es algo que empieza a calar hasta en aquella parte de la sociedad vasca partidaria del independentismo, que cada vez en mayor medida, aceptó defender esa creencia sin recurrir a la violencia. Y aunque se sientan ofendidos otros nacionalistas de signo españolista, habrá que recordar que también existió violencia en sentido contrario, aunque, afortunadamente, la racionalización de fanatismos también se ha abierto camino: los nacionalistas demócratas ya no son perseguidos como “enemigos de la Patria”… y los abusos de poder, que algunos calificaron de “terrorismo de Estado”, ha ido evolucionando con la democracia hacia una mayor exigencia en la administración de la justicia. Ha sido, está siendo, un proceso lento y trabajoso –a veces doloroso y cruel- que cobró carácter multitudinario a nivel nacional con el asesinato del joven economista, concejal del PP en el Ayuntamiento de Ermua.
Su asesinato rebasó la barbarie habitual, para enriquecerse con crueles refinamientos: raptado por ETA el 10 de julio de 1997, los etarras publicaron informaciones de que, si a las cuatro de la tarde del día 12, el Gobierno no había procedido a la reagrupación de presos etarras en las cárceles del País Vasco, el secuestrado sería “ejecutado” -hipócrita eufemismo del término correcto, “asesinado”-, amenaza que se cumplió puntualmente; aunque al decir de algunos, empleando una munición lo bastante pequeña como para permitir una dilatada agonía, en la que estuvo sumido desde su hallazgo casual poco después de la incompleta “ejecución”, y en su traslado al hospital donostiarra en el que permaneció en coma, hasta la parada de su corazón a las once de la mañana del 13 de julio. Seguramente fue una confluencia de circunstancias las que generaron que, en aquella ocasión, faltase a los etarras el miedo o las simpatías populares que en otras circunstancias les habían facilitado la impunidad, o la soberbia creencia de que eran unos bravos “gudaris” apoyados por el pueblo vasco; aunque tengo para mí que el motor decisivo del cambio fue la acción del alcalde de Ermua, Carlos Totorika Izaguirre.
Totorika era y es alcalde del pueblo desde 1991, y por tanto lo era ya cuando se produjo el asesinato del concejal del PP; pero como alcalde responsable, su condición de militante socialista no le impidió comprometerse con el asesinato de un adversario político del PP, o con los simpatizantes del independentismo vasco… y evitar una “noche de cuchillos largos” en Ermua; y ante el incendio intencionado de un local de HB, predicó con el ejemplo que no se podía seguir contestando al odio con el rencor, cogiendo un extintor para intentar apagar el fuego provocado. Pocas veces el ejemplo pudo desencadenar tan ejemplar dinámica: gente hasta entonces hostil a la “Ertzaintza”, abrazaron a sus agentes, que respondieron al abrazo quitándose sus ya tradicionales capuchas, dando una clara imagen de convivencia que arraigó más tarde en movimientos de paz y comprensión entre las distintas fuerzas políticas del País Vasco y de España.
Pero cualquier egoísmo –comprensibles los unos, como los familiares, y menos aceptables otros, como los partidistas- trata de aprovechar los más nobles sucesos y comportamientos, desdibujando las circunstancias que desatan la generosidad popular. El inmenso mérito de Miguel Angel Blanco, de dar la vida por su ideal de convivencia, no debe ser objeto de comparación con el de otros asesinados por razones análogas: creer y defender determinadas formas de convivencia. Si es condenable utilizar ciertos hechos “pro domo sua”, lo es más cuando su utilización banaliza lo más importante: la reacción social. Comprendo la resistencia de Manuela Carmena a convertir el aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco en la iconografía personal de un mártir, tan digno de respeto y aplauso como otros que le precedieron o le siguieron. Ella, como casual superviviente de los “asesinados de Atocha” está especialmente sensibilizada.