Nunca olvidaré, hace ya unos treinta años ya, el aspecto que presentaba la plaza del Corazón de María al amanecer en un viernes de invierno. No había nevado pero el suelo se encontraba completamente blanco. Como nunca había visto nada parecido frené el coche y pude observar el manto inmaculado de una nube de bolsas de plástico esparcidas por el suelo, un espectáculo, créanme, alucinante. Eran las huellas visibles, otras se las llevaban puestas en sus cuerpos, de la acampada nocturna que esa noche habían celebrado jóvenes de nuestra ciudad, fiesta que ha pasado a denominarse como botellón.
Más tarde, esta “fiesta” se trasladó al Inem y en otras ocasiones celebrativas detrás de los edificios de la Universidad en las inmediaciones de la vía del AVE. Una de esos días me acompañaba en la imprevista contemplación de este deplorable espectáculo de basura desparramada una persona que trabaja en el campo, ya entrada en años, vecino de un pueblo próximo, que no tuvo el menor inconveniente en comentar: madre mía y ¿así se divierten los que nos van a mandar el día de mañana?
Han pasado, como digo, seis lustros y estas concentraciones nocturnas siguen en pleno apogeo. Quienes hoy asisten no son los mismos, claro es, que lo hacían en la Plaza del Corazón de María. Algo, pues, ha prendido en la filosofía de vida y entretenimiento entre los jóvenes de los últimos treinta años. Las noches se han convertido en el momento elegido para las reuniones multitudinarias que como un rito mágico ha enganchado de manera impresionante a una buena parte de nuestra juventud. Lugar de charla y de bebida, cuando menos.
¿Qué tiene la noche como reclamo para estos jóvenes, a veces casi niños? ¿Qué buscan a esas horas? Quizá busquen y encuentren la exclusividad, la falta de control de una sociedad que les marca unas pautas, les exige compromisos y que a esas horas descansa en su inmensa mayor parte preparándose para que la vida pueda proseguir al día siguiente.
El botellón es un fenómeno masivo en España como también lo es en el resto de Europa, al que se incorporan jóvenes con edades más tempranas, lo cual hace que nos preguntemos por el grado de autoridad o de interés de los padres por la educación de los hijos, pues no es normal que jóvenes de quince años regresen a las seis de la mañana al domicilio-hotel paterno con una preocupante cadencia.
Ya sabemos que ante este vendaval que pregona como primer sagrado deber y obligación la diversión es muy difícil que unos padres con la mera soledad de sus fuerzas puedan frenar esta fácil y agradable “cuesta abajo”. Pero quien si puede y debe frenarlos son los poderes públicos controlando las asistencias de menores, las ventas de alcohol y multando a quienes dejan el suelo público como un estercolero.
Porque eso de dejar la “mierda” para que otros, aunque sea a sueldo, la quiten a la mañana siguiente en un ingrato e innecesario trabajo que nos recuerda a otros tiempos, y además con el dinero de todos, no conduce nada más que a una paulatina degradación como sociedad. En pueblos y ciudades de España, pero en Estocolmo, Londres, Copenhague, Roma… mis ojos también lo han visto y les aseguro que la cosa se presenta como un problema realmente alarmante. Eso sí, parece que políticamente muy correcto.