Los nacionalistas necesitan un Estado para marcar las diferencias que ellos presentan. Lo necesitan para definir su identidad por contraposición, por contraste con la realidad global. Un Estado auxiliar del que nunca dicen su nombre propio cuando en sus televisiones nos cuentan el tiempo que se anuncia.
Dando por supuestas y reales las deficiencias del funcionamiento perfecto de un Estado, es muy evidente que es intencionada la permanente acusación de esas deficiencias, como ejemplificación de lo que otro Estado, su estado deseado, puede ser. El nacionalismo necesita permanentemente un espejo al que conducir las miradas de los ciudadanos y hacerles ver lo que dicen que hay que ver. Por deducción, su pertenencia a ese Estado del que no se sienten parte es puesta en cuestión de manera permanente, es el sine qua non de su propia existencia.
No puede extrañar, por eso, que en algunos momentos surja una crisis, incluso grave, en la relación del nacionalismo con el Estado, como en estas semanas de fricción territorial en las que tanto oímos hablar de independencia o autodeterminación, aunque siempre esos términos estén en el segundo plano de la realidad. Equívocamente, en estas fechas ya no denominamos nacionalistas a los miembros del Govern de la Generalitat catalana y para todos ya son “independentistas”, como si lo uno y lo otro no vinieran a significar lo mismo, porque el deseo de independencia es la meta de todo nacionalista, su Grial. Como extraña que, con acuerdos económicos por medio, el PP ya no hable de los “independentistas vascos” del PNV con los que concierta dinero y votos, sino de “nacionalistas”, en un juego de palabras a veces vergonzante, siempre engañoso.
El nacionalismo, en cualquiera de sus grados, necesita un Estado prestado para sobrevivir. Sobrevivir en el sentido más amplio de la palabra. Porque esa tensión es su pozo de votos electorales, la razón de su poder territorial, graduado a conveniencia. Porque sin ese Estado de referencia la palabra “territorio” acaba en su propia geografía física, que amplían hasta dar cuerpo a la dimensión social, económica y transfronteriza que convenga.
Nadie cree que su proyecto político de independencia vaya a mejorar las condiciones de la ciudadanía, no porque la globalización lo haga imposible, sino porque esa misma globalización difumina su identidad hasta la desaparición del sueño. Su insistencia en el reconocimiento internacional “cuando llegue el momento” suele ir al contrario de la realidad, pero necesitan hablar de Europa como un proyecto común y de su futura buena relación con el Estado para que nadie se sienta huérfano.
No es necesario recordar la duración y final de las intentonas de independencia que se han vivido en la historia de España. Es suficiente recordar que los mitos políticos de esas instantáneas tienen nombre propio y trayectoria personal o profesional. La idealización es un arma de doble filo para adornar la idea, pero también el contraste con la realidad histórica suele ser famélico.
Aurelio Romero es periodista y escritor.