Mis recuerdos infantiles se reparten entre Campo de Criptana, donde nací y donde volvía en vacaciones escolares para pasarlas en el caserón de mis abuelos, y “la capitaleja” en terminología de una provincia con importantes pueblos por su pujante actividad vitivinícola -coyunturalmente ayudada por la destrucción de las bodegas europeas durante la Guerra Mundial- o su condición minera o industrial; aunque mi padre, ferviente culipardo, confiaba en la importancia de ser residencia del Obispo y del Gobernador. Y en “la capitaleja”, ejercieron como Maestros Nacionales mis padres, con plaza en propiedad el uno y como provisional, “por derecho de consorte” mi madre, hasta que, cuando cumplí nueve años, hubo de incorporarse a su plaza de Herencia: de alumno del Colegio “Cruz Prado” o “San Antón”, pasé a ser alumno de mi madre que me preparó para aprobar “por libre” los tres primeros cursos del viejo bachiller… y se cerró temporalmente la casa de mis recuerdos infantiles: la de la calle de la Audiencia de entonces, hoy Elisa Cendrero.
Era una antigua casa de vecindad con sucesivas y poco elegantes ampliaciones al interior, que quedó reducido a un patio con un grifo y servicios higiénicos (¿?) para la planta y un corral con pozo. La vecindad éramos una muestra gentes modestas o francamente humildes. En la planta alta vivíamos las dos familias de economía más desahogada: la que más, de una viuda, la Sra. Dolores, que vivía con una hija y un hijo solteros. El varón, maquinista de tren, podía adquirir productos escasos en la época, en Almorchón, cual café portugués o pan provocativamente blanco; era envidiada su radio, único en la casa, hasta que mi padre compró un pequeño “Emerson” de segunda mano.
Abajo vivía otra viuda, Martina, incansable sastra de sastres establecidos, con cuatro hijas: una que murió tuberculosa y, para terror de mis padres, gustaba tenerme; otra próxima a casarse, y dos más jóvenes se fueron a vivir fuera, sin que nadie me explicara a donde ni a qué. En otra de las viviendas de esa planta, también con una habitación a la calle, discutían continuamente dos hermanas de bastante edad, Mercedes y Sacramento, morena y casi ciega la una y rubia mal teñida la otra, como si no fuera bastante su cojera para llamar la atención. Y, por último, otra minúscula vivienda interior por la que pasaron varios inquilinos, del que solo recuerdo a un miembro de la Policía Armada y su familia: esposa y una hija, único residente más joven que yo en aquella finca.
Sin embargo, no creo que mi vida en aquella época fuera una desgracia: aparte de los largos respiros en Criptana en casa de mis abuelos, donde mejor me encontraba era en el microcosmos de aquella casa de vecindad
Sin embargo, no creo que mi vida en aquella época fuera una desgracia: aparte de los largos respiros en Criptana en casa de mis abuelos, donde mejor me encontraba era en el microcosmos de aquella casa de vecindad. Cierto que cerca tenía la “plazuela” –de José Antonio entonces, de la Constitución ahora- pero no me gustaban los asiduos: me encontraba más cómodo en la menos cercana de Santiago, y es que, aparte de que allí contase con algún amigo, no tenía el duro escenario de las inmediaciones de mi domicilio: la Casa de Socorro, que atendía urgencias médicas – y los comedores de “Auxilio Social”, especialmente tristes en aquellos duros tiempos. El invierno en casa era más llevadero, y cuando llegaban las largas y cálidas tardes primaverales o veraniegas, el patio podía ser un agradable lugar para que, solo interrumpido por las campanadas de la espadaña del convento de las Dominicas desde su original ubicación en la calle de Altagracia, atendiera las peticiones de las vecinas leerles en voz alta novelas por entregas, de las que recuerdo “Los ángeles del arroyo”.
Y hoy, cuando se nos va el periódico en papel, no puedo olvidar el pregón que podía oírse a los vendedores callejeros, en tiempos en los que un puñadito de lentejas –probablemente con bicho- se esperaba por muchos con expectación: “¡El Lanza… con el suministro!”