En una de las peticiones del Padrenuestro le pedimos a Dios que “perdone nuestros pecados, como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores”. La segunda frase parece funcionar como causa de la primera, es decir, parece que el perdón de Dios hacia cada uno de nosotros depende de nuestro perdón previo a los que nos deben algo.
Es tradicional en el judaísmo esta relación entre perdón divino y perdón humano; también lo es en la tradición cristiana, así como la relación entre oración y perdón: no será escuchado en la oración quien no perdona a sus hermanos. “Antes de presentar tu ofrenda ante el altar, debes ir a reconciliarte con tu hermano”. El gesto de la paz en nuestras eucaristías antes de acercarnos a recibir la comunión tiene reminiscencias de este mandato de Jesús.
A pesar de toda esta tradición, resulta extraño que el perdón de Dios dependa de nuestra actitud previa. No parece ser esta la forma de actuar del Dios bíblico, del Dios que se ha revelado como el Padre de Jesús que siempre actúa con misericordia. ¿Cómo hemos de entender, entonces, esta petición que hacemos cada día en la oración más importante de los cristianos?
En el fondo, se trata del mismo problema que san Pablo tuvo con los cristianos judaizantes: la salvación que Dios nos otorga, ¿es gratuita o depende de nuestras obras? Se trata, no solo de una cuestión en torno a los medios de la salvación, sino de un problema profundamente teológico: en qué tipo de Dios creemos.
Para responder a esta paradoja, el mismo san Mateo nos ofrece una parábola en el discurso eclesiástico. La leeremos este domingo en nuestras misas.
Un rey tiene siervos a su cargo. Uno de ellos le debe una cifra desmesurada, diez mil talentos; hoy, hablaríamos de millones de euros. El siervo pide paciencia al rey, alargar el pago de la deuda. Pero el rey responde de una forma inesperada, con una actitud que el siervo no había pedido: no solo tiene paciencia, sino que perdona toda la deuda. En el nivel de la parábola esta actitud es impensable, pero no lo es en el nivel del significado, en el sentido religioso de las relaciones entre Dios-rey y sus criaturas.
Más tarde, ese siervo se encuentra con un compañero que le debe bastante menos, cien denarios: unos cien días de trabajo por cuenta ajena. No es una cifra pequeña, pero se torna insignificante comparada con la anterior. Y aquí llega el segundo giro inesperado de la parábola: el siervo no solo no perdona la deuda, sino que exige el pago inmediato y lleva a la cárcel al deudor.
Esta actitud no es del todo extraña en aquella época ni es del todo inmoral, pero se convierte en escandalosa cuando viene precedida de la escena anterior, en que el rey ha perdonado completamente la deuda del que ahora exige a su compañero.
La enseñanza es clara: Dios ha introducido en el mundo un nuevo tipo de relaciones. Jesús no está hablando de la justicia en general, sino de la justicia de aquel que ha recibido la justicia de Dios, su misericordia desbordante. El Reino ha inaugurado un nuevo tipo de personas agraciadas, perdonadas, amadas por Dios; esas personas están llamadas a extender la actitud del Dios de Jesús entre todos los hombres. “Gratis lo habéis recibido –dice Jesús en otro lugar–, dadlo gratis”.
El siervo mayor no es “malo” en sí mismo, de forma absoluta; su maldad está en no haber comprendido los caminos de Dios; mejor, en no haber dejado que la gracia recibida configure su vida. Los destinatarios de esta parábola no son los seres humanos, en general, sino los creyentes, los que han tenido experiencia de la bondad del Padre de Jesús.
El perdón de Dios, por tanto, no depende de nosotros: él siempre lleva la iniciativa. Pero podemos frustrar su fruto en nosotros si no dejamos que esa gracia inmensa recibida configure nuestras relaciones con los demás.