De los 8 ó 10 amigos que éramos en el pueblo, sólo dos siguen viviendo en él. Y no creo que ninguno de sus hijos se quede allí cuando tengan la oportunidad de decidir, si es que se les presenta alguna otra opción que no sea salir pitando. Todos nosotros sobrepasamos con holgura el medio siglo de vida y hace 35 ó 40 años las salidas para los jóvenes estaban contadas: unos pocos –muy pocos– seguían estudiando más allá de la EGB y los que no lo hacían ya tenían fijado su destino de antemano: al campo, a los albañiles o al camión.
En el caso de las chicas el panorama se estrechaba aún más: eran menos todavía las que seguían formándose y ni la construcción, ni el transporte, ni la agricultura (salvo las semanas de vendimia y de aceituna) figuraban entonces entre las ocupaciones socialmente aceptables para las mujeres. Para la mayoría el destino era un callejón con una única salida: matrimonio e hijos.
Afortunadamente la situación ha cambiado radicalmente. Ahora lo raro es que los jóvenes –y las jóvenes– dejen de estudiar acabada la educación obligatoria y eso les ha abierto un gran abanico de oportunidades, aunque casi ninguna de éstas se encuentra en los pueblos donde nacieron. Lo bueno es que la juventud está mejor preparada que entonces. Lo malo es que su preparación no les sirve de nada en el pueblo de sus padres. Y se van.
Viene esto a cuento de las últimas cifras de población publicadas por el Instituto Nacional de Estadística, según las cuales nuestra provincia –como tantas otras– está perdiendo habitantes a un ritmo acelerado. En realidad hablar de la ‘provincia’ no es centrar el problema con exactitud: Ciudad Real capital y su zona de influencia y los pueblos grandes de La Mancha, por ejemplo, no pierden población. La pierden las docenas de pequeños pueblos del Campo de Montiel, de los Montes y del oeste de la provincia.
Sé que no estoy descubriendo América; la despoblación es un problema antiguo, incluso histórico. Muchos de esas docenas de pueblos perdían vecinos incluso cuando la provincia los ganaba, y antes de eso también.
Lanza se ha detenido en otras ocasiones ante esta preocupante situación para exponerla a sus lectores, pero las cifras siguen alertándonos con insistencia sobre su gravedad. La cuestión ha estado presente en la agenda política desde hace muchos años. De la UE hacia abajo, todas las administraciones han mostrado en mayor o menor medida su interés por plantear soluciones al problema con el objetivo de fijar la población en el medio rural.
Los fondos europeos han llegado con fluidez para financiar proyectos locales, canalizados por las asociaciones de desarrollo rural. La Junta de Castilla-La Mancha ha delimitado las ya famosas ITI (Inversión Territorial Integrada). En Ciudad Real la ITI beneficiará al Campo de Montiel y a la comarca de Almadén, entre otras zonas, para las que se anuncian inversiones multimillonarias. La Diputación también hace un esfuerzo para promocionar nuestra riqueza (turística, gastronómica, cultural) y abre nuevas expectativas a los jóvenes con programas como Impulsa Agro, en colaboración con la Cámara de Comercio.
El problema de la despoblación es complejísimo. No sólo es que los jóvenes se vayan de los pueblos por la escasez de empleos acordes con su cada vez más alta cualificación profesional, es que además nacen pocos niños. En 2016 murieron en la provincia 876 más personas de las que nacieron, según los recientes datos del INE. Otro problema de difícil solución salvo, me temo, a base de más ayudas públicas capaces de convencer a las parejas jóvenes con empleos precarios de lo bonito que es traer bebés a este incierto mundo.
En su libro ‘La España vacía’, Sergio del Molino dice que en España conviven dos realidades: la España urbana, asimilable a la europea, y la España rural y despoblada que no tiene nada que ver con la primera. Es más, afirma que la despoblación es una característica propia de nuestro país que no se repite en ningún otro del entorno europeo.
Él incluye en esa España vacía a las dos Castillas, Extremadura, Aragón y La Rioja: cinco comunidades que ocupan el 53% del territorio y acogen sólo al 15% de la población. Según explica Del Molino, no es un fenómeno nuevo –si acaso solo se ha acentuado en las últimas décadas–, sino una realidad histórica y geográfica, una España “que nunca estuvo llena”. Se trata, según el autor, “de un desequilibrio añejo y estructural, que ni el progreso ni la riqueza han corregido, y que hace de España, en muchos aspectos, un país raro en la normalidad europea”.
Si le hacemos caso, los esfuerzos que se están haciendo por evitar la despoblación valen de poco porque es como luchar contra un destino que ya está escrito. Puede que sea verdad, pero duele ver cómo languidecen muchos de nuestros pueblos, cómo cierran comercios y otros negocios, cómo se van los jóvenes, cómo en muchas calles ya hay más casas vacías que habitadas. Y nadie en su sano juicio debería quedarse con los brazos cruzados.