Uno de los problemas más importantes de la vida es saber distinguir correctamente el bien del mal; saber discernir los caminos que elegimos según donde nos llevan, con responsabilidad y libertad.
Ligada a esta cuestión está otra que no es menos difícil: saber elegir entre lo bueno, para que la vorágine de nuestras posibilidades no ahoguen nuestro presente y nos roben la esperanza. La vida es, por naturaleza, jerárquica; la elección es una condición necesaria del ser humano; no solo elegir entre lo bueno y lo malo, sino privilegiar las diversas posibilidades buenas que tenemos delante.
La semana pasada aplicábamos esta dimensión del discernimiento al tema de las riquezas. En sí mismo, el dinero y la riqueza son un bien, pero son también un peligro y se pueden volver en nuestra contra. Insistamos en dos nuevos criterios para saber discernir nuestra relación con las riquezas y aprender a ser libres frente a ellas.
Los bienes como presente y presencia
Cuando el pueblo de Israel está a punto de entrar en la Tierra Prometida, después del largo camino por el desierto, Dios les hace aprender una lección: “Cuando poseas la tierra y disfrutes de ella, no olvides que ha sido un regalo de Aquel que te sacó de Egipto”. Si hemos conseguido lo que queríamos, solemos olvidar su origen. De esta manera, surge la mentalidad de la posesión y se olvida el agradecimiento.
Cuando disfrutamos de algo hemos de hacer memoria siempre de todos los que están detrás de ese regalo. Ortega nos ha recordado, en su libro La rebelión de las masas, que el hombre moderno, el hombre-masa, tiende a disfrutar de un jardín que él no ha plantado como si fuera suyo desde siempre; se sirve de los resultados de la técnica sin importarle el esfuerzo de otros para desarrollar esa técnica.
Nuestras comodidades son el fruto de un gran esfuerzo por parte de muchos hombres. Son fruto, en el fondo, de la gracia de Dios que nos sostiene.
Aquí reside el gran drama del consumismo: el regalo pierde su vinculación con quien nos lo dio y se convierte en objeto de consumo, en cosa apropiada, donde solo importa el beneficio que me reporta. Ya no es “símbolo”, signo que brota de una relación e invita al amor, sino objeto puramente material, despersonalizado por completo.
Los bienes como materia para compartir
El mandato de dominar el mundo y disfrutar de sus bienes lo recibió el ser humano en cuanto varón y mujer. La posesión de la tierra, ha de hacerse como hijos del Creador. Y, por tanto, como hermanos; es un dominio en compañía. La relación con el mundo está al servicio del enriquecimiento de las relaciones personales; el trabajo y la transformación de la realidad son una llamada al amor. Compartir será siempre una característica irrenunciable de la relación del hombre con la creación. Gustar sin compartir nos deshumaniza. Dios nos dio una tarea compartida ante lo real: el origen del trabajo y el destino de sus frutos será siempre la humanidad.
Toda la historia de Israel ha sido también una llamada de Dios a vivir esta realidad de forma plena: compartir los bienes, especialmente con los más pobres, es parte de los fundamentos religiosos del pueblo elegido. El cuidado del huérfano, la viuda y el forastero forma parte de sus leyes más sagradas.
Jesús de Nazaret, en la plenitud de los tiempos, ha llevado hasta su cumplimiento definitivo esta llamada del Dios creador. Por eso, comenzó su Evangelio con una palabra de dicha para los pobres: de ellos es el Reino, a ellos les pertenecen de forma privilegiada la tierra y el cielo.
El verdadero creyente va aprendiendo a encontrar en Dios su verdadera riqueza. De ahí brota su disfrute gozoso, agradecido y solidario de los bienes de este mundo.