Que todas las generaciones tienen su aquel es evidente y a cualquier época siempre se le atribuyen elementos positivos o negativos que las definen, que las condicionan y las marcan en el contexto histórico, sus logros y sus fracasos, sus virtudes y sus defectos, sus excesos y sus carencias, su atrevimiento o sus miedos. Cualidades y temores que son característicos en todos los tiempos, hechos y situaciones que si se analizan en profundidad servirán para que los pueblos evolucionen y así, vayan prescindiendo de los condicionantes negativos que inevitablemente suceden en todo momento y lugar.
Por edad, pertenezco generacionalmente a aquélla que vivió la adolescencia en la época del tardofranquismo, una sociedad a la que me he referido en bastantes ocasiones definiéndola como una etapa gris y monótona, con muy pocos matices, aprisionada por el pensamiento único que marcaba la dictadura.
Un elemento característico de aquellos años era la represión y la censura, no sólo sobre la actividad política sino también en muchos aspectos sociales y de la vida íntima de las personas. Pero el avance de la sociedad era ya imparable en el ocaso del régimen y sectores muy concretos como el mundo del espectáculo desafiaban a una moral rancia, lo hacían presentando espectáculos cada vez más atrevidos y transgresores.
Y el lector se preguntará: ¿A cuenta de qué viene esta introducción? Les cuento: Hace ya unas cuantas semanas, en un programa de radio y por casualidad, me enteré de la muerte de Manolita Chen. Por supuesto que ese nombre no significará nada a las nuevas generaciones de españoles. Sin embargo, seguramente a las gentes de mi tiempo y de mi ciudad, y de otras muchas ciudades, ese nombre les retrotrae a la época de su adolescencia y juventud. El Teatro Chino de Manolita Chen recorría con su espectáculo de variedades toda la geografía española durante las ferias y fiestas. El colorido de sus carteles anunciadores y el centellear de las luces de su carpa invitaban a transgredir la moral impuesta.
En su escenario se desarrollaban múltiples y variadas disciplinas artísticas, actuaciones que iban desde el cante flamenco al humor, del equilibrismo a la magia. Cantantes, cómicos y acróbatas formaban un revoltijo aderezado por cuplés o coplillas picantes interpretadas por vedettes ligeras de ropa. Este tipo de espectáculo tuvo mucho éxito popular hasta mediados de los años ochenta del pasado siglo. El fallecimiento de la artista-empresaria ha pasado inadvertido, pero no por eso debemos dejar de reconocer los logros del personaje en cuestión.
El título del “cabaret de los pobres” resulta muy acertado, pero además cumplía una función social rebajando esa tensión sexual no resuelta o, como elemento sensual e iniciático para jóvenes y adolescentes, un lugar donde poder contemplar el cuerpo de la mujer y su belleza. Las ferias o fiestas populares permitían que durante unas horas se relajasen normas, leyes y preceptos.
Juan José Montijano estudioso de la figura de Manolita Chen publicó en el 2014 un libro titulado: “La vedette que desafió a Franco”. También existe un excelente documental de RTVE de aproximadamente una hora de emisión donde se analiza la evolución de este teatro portátil y su incidencia musical de la época, junto con la actuación de la censura.
Como una de las consecuencias de aquel tiempo, explico en una segunda parte las pequeñas secuelas que causaron aquella educación tan obsesionada e insistente con el decoro y el recato. Una pedagogía que contenía más moralina que moral, donde importaba más la apariencia que el fondo. Una rémora que hemos arrastrado gran parte de esa generación, porque mostrar públicamente determinados sentimientos amorosos o de afecto estaba mal visto en una sociedad reprimida, cicatera y censora.
En pleno siglo XXI y después de tantos años realizando otra actividad laboral, he cambiado de trabajo y ahora mis quehaceres laborales han dado un vuelco total
En pleno siglo XXI y después de tantos años realizando otra actividad laboral, he cambiado de trabajo y ahora mis quehaceres laborales han dado un vuelco total. Mi nuevo empleo está relacionado con el cuidado de los mayores, trabajando con personas y para las personas.
Todos mis compañeros son más jóvenes que yo y, a veces, al no entender mi sonrojo o mi bochorno ante determinadas situaciones, me justifico contándoles que, por edad, pertenezco a aquélla que sufrió o soportó una evidente coacción afectiva. Les explico que en aquellos años fácilmente se confundían las expresivas muestras de cariño con conductas libidinosas. Aunque siempre hubo lugares muy concretos donde se daba por supuesto el flirteo como, por ejemplo, los bailes o la oscuridad del cine, lugares muy determinados y sobre todo, sombríos. Pero la autoridad solía ser condescendiente con la moral en las fiestas de los pueblos, el tolerado o permitido teatro ambulante de la fallecida Manolita Chen era, entre otras cosas, un espectáculo sensual y licencioso para saber de la otra piel, del otro sexo.
En esta nueva tarea que me ocupa el contacto físico es total y directo con los residentes, las tareas del cuidador están muy asociadas al tacto. El aseo y el cuidado de la piel en todas sus facetas son una parte esencial en nuestro cometido diario. Esa cercanía y el compromiso con realizar bien el trabajo desinhibe de tal forma que saca a relucir los afectos más ocultos, nada que ver con los oscuros impulsos que la represión generaba en aquel tiempo sombrío y mediocre.
Pero además he descubierto las bondades del tacto en el aprecio por mis compañeros, aunque la gran mayoría son féminas. Trabajar juntos compartiendo el esfuerzo físico y mental consigue que, en determinados momentos, surja el abrazo tierno y desinteresado. El contacto de la piel te comunica que el otro está allí para ayudarte, para comprenderte, para compartir una y mil situaciones delicadas o comprometidas. Ese abrazo que surge espontáneo siempre es noble y generoso, significa ayuda, cariño, ánimo y complicidad. Porque el contacto con la otra piel hace bien a la piel, pero también a la mente y al corazón.