En estas últimas semanas en las que el juicio contra ‘la manada’ ha centrado los contenidos mediáticos y en las que la ciudadanía está mostrando su concienciación con las mujeres víctimas de la violencia, quiero exponer algunas reflexiones personales sobre cuál sigue siendo la perspectiva social de mujeres y hombres.
Es muy positivo que se hable abiertamente de violencia de género y que la sociedad en general empiece a considerarla un problema, aunque ahora, en el segundo paso, todas las personas tendríamos que mirar hacia nuestro interior para preguntarnos dónde están las causas. Porque no sólo bastan las posiciones públicas y correctas para desechar el paradigma de los ataques hacia las mujeres que acaban en muerte, sino que habría que acudir a las raíces, profundas y bien asentadas, de cómo se han construido las relaciones entre hombres y mujeres.
Sólo así seríamos más eficientes en la erradicación de esta desigualdad milenaria que está presente en todo el proceso vital de los humanos y que practicamos todos en forma de roles muy marcados.
Los movimientos feministas han investigado acerca del origen no sólo de los distintos maltratos a la mujer, sino del valor que representa como sujeto político, ciudadano y familiar. La opinión pública y privada de una mujer no tiene la misma credibilidad que la de un hombre, nunca, la del varón tiene más potestad, es la autoridad, el orden, el bien, la ley, lo justo, lo natural. Así lo hemos aprendido de unas reglas no escritas que han mantenido hombres y mujeres, éstas a veces de forma mucho más entregada que sus iguales varones.
Y si los juicios de las mujeres se cuestionan por los demás y por ellas mismas (hay inseguridades, miedos, sometimiento, ansiedad…), su cuerpo tiene el valor del sexo, para gustar y servir, el que le dan los hombres, y en determinadas sociedades no vale nada, sobre todo en la calle. Y no digamos ya en los conflictos bélicos, que diseñan, dirigen y desarrollan los hombres, donde las mujeres son abusadas sexualmente y torturadas como botines de guerra.
Los cánones sociales están escritos a machamartillo en la conciencia de todos, y fijan que en los espacios públicos una mujer es de todos los hombres, tienen veda para tocarla, manosearla, incluso para practicar sexo en manada, un hecho en el que la chica es lo de menos, pues es un vehículo para competir entre ellos para ser el primus interpares.
Y más allá de cuerpo y verbo está esa metáfora llamada moral, ay la moral, el arquetipo más evidente de las desigualdades. Recuerdo una conversación hace unos años con la activista y feminista guatemalteca Mercedes Hernández, en la que hablamos de los procesos de violencia contra las mujeres y, cómo no, de la virginidad, una perversa condición femenina que sigue representando en algunas culturas el honor de las familias.
Esta condición de pureza que transportamos las mujeres en nuestros cuerpos, razonada por el hombre para dotarse de potestad ante el grupo, es una de las mayores aberraciones construidas en la sociedad. La moral tiene forma de matriz y es propiedad de los hombres de la tribu. Por ello, si se agrede, se ataca a toda la estirpe.
“Nosotras somos el receptáculo de la moral pero no nos pertenece, pertenece al jefe, al padre, a los hermanos, a los hijos o a los hombres de la comunidad”, comentó
Estos aspectos y muchos más, como el papel de las chicas en el entorno doméstico, son los que deberíamos escudriñar para frenar los micromachismos diarios que si no nos cuestionamos, no vemos.
Tampoco vendría mal conocer los principios científicos de las corrientes que hablan de la fluidez de los géneros y la teoría Queer, que afirma que la orientación sexual es el resultado de una construcción social.
La investigadora de la Universidad de Granada, Ana Alcázar, ha profundizado en estos estudios y defiende que las masculinidades y feminidades son estructuras de género, mantenidas desde hace siglos y desiguales para la mujer y, por tanto, tienen distintas repercusiones.
Son unas interesantes teorías que, a priori, no deberíamos rechazar por ser rompedoras porque no es lo mismo ser diferente que desigual (como es el caso de las mujeres), y estos análisis inciden en el origen de las desigualdades.
Por ejemplo, Alcázar defiende que ambos géneros en conjunto se deberían situar “en un continuo entre lo que se entiende por masculino y lo femenino”, con la idea de que “podamos transitar y movernos en ese espacio y evitar las actuales estructuras rígidas que causan dolor a las personas”.
En definitiva, las masculinidades y feminidades deberían tener una construcción social más fluida, con el fin de que los estereotipos, para la mujer, la minusvaloración y para el hombre, el control, se diluyeran y sirvieran para prevenir los ataques a las mujeres como es la violencia de género.