A pesar de todas las campañas posibles y del buenísimo instalado en estas fechas, de la falsa amabilidad, de la caridad impostada o de los anuncios sobre la felicidad que promueve la célebre lotería, en Navidad lo que ya resulta evidente es la opción consumista que determina para todo el planeta el sistema capitalista. Su criterio se ha impuesto frente a la tradición religiosa, quedando ésta como una pequeña anécdota o reducto para los creyentes. Es más, en su aspecto globalizador, el mercado ha conseguido aglutinar las diversas tradiciones para sumar adeptos a la vorágine de compras compulsivas al finalizar el año. Los Reyes Magos, Papá Noel o San Nicolás y sus connotaciones regionales como el Olentzero o el Pandigueiro conforman un totum revolutum al que se apunta gran parte de la población sin diferenciar cualquier tipo de cultura o raíz.
En la ornamentación de los hogares comparten espacios el árbol y el belén; en las calles y comercios de las grandes ciudades un derroche de luz nos anuncia que la fiesta y el dispendio han llegado para esquilmar a cualquier bolsillo y las estadísticas sobre gasto y consumo se disparan ofreciendo cifras inimaginables.
Hay, sin embargo, un impreciso, desdibujado o borroso sector de la población que empieza a desertar de este eufórico ánimo colectivo impuesto por la dictadura del mercado y quizás sin renegar de la tradición, viven estos días tratando de mostrar un perfil bajo frente a tanta celebración.
En ese grupo y estado de ánimo me encuentro, pues cada año que pasa participo menos en esta celebración que impone el calendario sin rechazar totalmente la festividad.
Pero a pesar de poner empeño en la moderación, todavía rebusco en el armario donde se guardan los adornos de Navidad y coloco un minúsculo nacimiento en un lugar visible del comedor, aunque la sobriedad se impone en la decoración de mi hogar.
Guardado sigue el grueso de figuras que componen el viejo Belén. En estos días puntuales recuerdo con nostalgia cuando por estas fechas recorría con mis hijos la umbría de parques y jardines buscando musgo, piñas secas, ramitas y chinas para el río. Añoro la visita a los puestos de los mercadillos navideños para adquirir una nueva figura, quizás un pastorcillo o una lavandera.
Instalar aquel Belén era uno de esos momentos mágicos para conservar la tradición, tratando de hacer partícipes a los pequeños, construyendo un paisaje irreal, porque, ¿de cuándo los montes de Judea están coronados de nieve o el desierto es una verde pradera de musgo? Tampoco los ríos de aquella zona son tan evidentes como esas aproximaciones cutres de papel aluminio o agua natural movida por una minúscula bomba.
No podían faltar en el aquel recordado nacimiento el intento de representar el viaje de los Reyes Magos, sus majestades, atravesando el desierto para acercarse al humilde establo montados en sus camellos cargados de regalos; o el imponente castillo de Herodes coronando la cima de la montaña, una fortaleza custodiada siempre por un par de soldados romanos armados con lanzas.
El Belén es una fantasía de la tradición cristiana que año tras año va quedando relegada por la falta de espacio físico en los hogares, un decorado superado por los avances de la tecnología y la imposición ornamental de otros ritos, de otros lugares y de otras creencias.
Uno de los efectos perversos de la globalización es el efecto aglutinador en todos los sentidos. La Navidad actual es una consecuencia de la amalgama de las diversas costumbres de origen religioso y de todo tipo. Luces, villancicos, canciones, comidas, viajes, regalos, dulces y, en general, este exceso de consumo, son ahora el denominador común para estas fechas que se acercan.
Los menos tratarán o trataremos de buscar otros valores que nos acerquen al verdadero sentido de estas fiestas, celebraciones de la Natividad que siempre fueron vividas con mayor intensidad cuando había más carencias materiales o económicas, o al menos eso creíamos al reivindicar la austeridad y la pobreza como ejemplo del cristianismo.
También ahora, al terminar el año, solemos hacer un repaso y reflexión sobre estos trescientos y pico días vividos. Intentamos reconocer los errores y, de alguna manera, queremos reconvertir los malos hábitos anhelando los mejores deseos para todos. Por eso y para finalizar, quiero felicitar a los lectores en este último artículo del año deseándoles la mayor de las venturas para el nuevo tiempo que se acerca. Lo hago con un sencillo poema que viene a cuento sobre balances y deseos muy personales.
TENER Y DESEAR
Tengo mujer y dos hijos/ una casa y un trabajo/ Tengo un solo reloj y un coche/ No tengo gatos ni perro/ Pero tengo muchos libros/ Y ahora que ya tengo un año más/ aspiro a ser un alegre jubilata/ quiero tener una nieta/ y en mis ratos libres/ seguir cuajando tortillas de patata.