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23 abril 2024
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No es verdad (Melodrama rápido)

No es verdad (Melodrama rápido)
Martín-Miguel Rubio Esteban / VALDEPEÑAS

“Todo sale perfecto de manos del autor de la naturaleza; en las del hombre todo degenera (…) En esta esclavitud nace, vive y muere el hombre civil; cuando nace, le cosen en una envoltura; cuando muere, le clavan dentro de un ataúd; y mientras que tiene figura humana, le encadenan nuestras instituciones”. Son palabras del Emilio de Juan Jacobo Rousseau. El siglo XVIII es el siglo de la fisiocracia, de la vuelta a la naturaleza y del elogio del buen salvaje y de la santidad de las bestias. Voltaire, con su hurón-ingenuo, Daniel Dafoe, con su incursión civilizada en la naturaleza, Diderot, con ese sobrino “natural”, cantan la bondad ingenua de una Naturaleza en donde las convenciones, los protocolos, los ritos, las hipocresías, las normas sociales, las costumbres, en una palabra, la cultura humana, no existen, y en donde, por tanto, el hombre debería ser infinitamente libre. Hastiados de una cultura cristiana omnipotente que lo empapa todo, hasta el último resorte civil, muchos hombres del XVIII huyen a la Naturaleza, para intentar fundar desde allí, desde la inocencia de esa Arcadia, otro orden moral, otro orden político. Los instintos, las pasiones y los sentidos se hacen raíces y fuentes frescas de una nueva filosofía. Hasta Étienne Bonnot de Condillac idea una estatua que construye su alma a partir de las puras sensaciones. El hombre del XVIII sufre como una manía de naturaleza, de papanatismo arcádico. Una manía que los llevó en algunos casos al delirio, al absurdo, al crimen y al manicomio.

Pues bien, Francisco Nieva, el más grande dramaturgo español de la segunda mitad del siglo XX, con el que la Administración de todo color fue tacaña y roñosa en vida, y ahora sigue siendo mezquina ya muerto, tiene una deliciosa pieza teatral, No es verdad (melodrama rápido), en la que maravillosamente retrata esta manía que sufrió el siglo XVIII, por lo demás, el gran siglo de la curiosidad intelectual. La obra fue representada en nuestro país y, sobre todo, en Francia, en varias ciudades, con gran éxito. Obviamente, el contexto de la obra – la Francia de la Ilustración – tuvo que atraer al público francés. Del mismo modo que Nieva la escribió “de un tirón” en dos días con sus noches, saliéndole una pieza redonda, el lector también queda atrapado, y ello le obliga a leerla también “de un tirón”, quedando un poco hambriento al final de más texto. Sensación de hambre que siempre se tiene cuando se termina la lectura de una obra maestra.

Una joven aristócrata, Blanche de Bressac, a la que su padre educa mediante el más riguroso ascetismo – pero ascetismo galante y sonriente – vive en un palacio gélido, en donde las velas se encienden media hora, y en donde la escasez parece purificar y endurecer su espíritu aristocrático.

  • Soy una noble, soy una criatura esforzada y recta.

A diferencia de La Grand Pippon, su ama de llaves, que transgrede la noble miseria impuesta, Blanche de Bressac se enfrenta al frío y al hambre con orgullo de patricia. Pero el frío y el hambre, cuando no se les combate por orgullo animalizan, inhumanizan y nos hacen malos. El ascetismo histérico nos acaba haciendo malévolos. Algo tenebroso y horrible está ocurriendo en el espíritu de Blanche, ataráxico e insensible ante cualquier molestia, feroz. ¿Será la dura educación recibida la que la hace caer en las manos de Eric, el romántico licántropo que se ha convertido en el capitán de una manada de lobos? Pues quizás sí. Y se huye a la naturaleza no sin prejuicios, sino con la educación que cada uno tiene de casa. La naturaleza enseña menos que lo que nosotros la pervertimos con nuestros “juicios naturales”.

Elin, el civilizado enamorado y primo de Blanche, se asusta ante la siniestra metamorfosis de su amor, comedora de carne cruda a escondidas.

  • Yo escribiré al conde de Bressac y le daré cuenta de que su querida hija se ha vuelto una fiera, que habla de comer carne cruda, cuando ni siquiera hay numerario para conseguir cocida. No dejaré de reprocharle su severidad o su tacañería.

La Grand Pippon, que sin duda amamantó a la condesita, presiente, como una madre, la monstruosidad que está aflorando en Blanche (su conversión en bestia).

  • Mi pequeña Blanche no es la misma. Se ha vuelto mala.

Convertidos sus dos amigos en grandes enemigos por su maligna locura, Blanche seduce al romántico Eric, rey de una manada de lobos, y éste lanza a dos de sus lobos contra La Grand Pippon y Elin. La Pippon muere y Elin sale vivo de milagro.

Si Eric de Villemont es un intelectual que se acerca a los lobos como un investigador apasionado y rupturista, Blanche de Bressac es una salvaje en estado puro, un huracán furioso de vida primitiva. Por eso Eric le dice seducido a Blanche:

  • Me has abierto un infierno que me embriaga, me has lanzado a un infinito de placer y terror.

Y Blanche en celo lobuno le contesta:

  • Sí, Eric, largamente hagamos fuera y orgullosamente el amor. Hasta la caída de la tarde.

Y Eric encendido:

  • Como fieras, oliendo a pelo y a sangre, revolcándonos en la tierra húmeda.

Aunque real, el suceso es tan inverosímil que el propio Elin no puede tener una declaración contundente ante el Inspector de Policía, funcionario que al revés que Tiresias busca la verdad con una flecha del tiempo contraria, y tanto Eric como Blanche pasan por aristócratas estrafalarios y medio orates, pero no por perversos criminales. Su nauseabundo animalismo los lleva al manicomio, en donde muere el rey de los lobos, Eric, y también es llevado Elin, que tras el ataque de los lobos su alma buena queda perturbada por la duda y una posibilidad infrahumana, demoníaca y proterva.

Supérstites Blanche y su primo Elin de su larga estancia en el manicomio, Blanche visita un día a su primo con idea de vengarse de él por la muerte de su amante licántropo, pues Elin no sólo había sido indiscreto con el Sr. Inspector, sino que había alentado la furia supersticiosa de los lugareños contra su prima carnívora y Eric.

  • Estábamos ciegos, Elin, de lujuria y de poder (…) Nada conseguirá que me arrepienta de aquellos momentos de gloria, de un infinito y desbocado placer (…) Eric murió y yo pensé que tampoco valdría la pena vivir sin su victoria.

Acompañada por una terrorífica sombra de la noche, la loba Ixión acaba con la vida de Elin. Una atmósfera de misterio a lo Horace Walpole,   Charles Maturin y Matthew G. Lewis empapa de humedad boscosa toda esta pequeña obra maestra, en la que aquí también el sueño de la ciencia produce monstruos. Por lo demás, la construcción de los personajes es asombrosa: Blanche, la altivez salvaje y señorial de la aristócrata. Eric, un Fausto francés que penetra en lo prohibido. Elin, la pusilanimidad propia del antihéroe. La Grand Pippon, el amor maternal y sabio decepcionado. Siglo XVIII en estado puro. Nieva sublime.

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