Sin duda, el verano de este 2017 será recordado por el brutal atentado que ha sorprendido a la ciudad de Barcelona y Cambrils, un suceso trágico que nos ha sobrecogido por la cantidad de víctimas y heridos, una agresión que nos hace reflexionar sobre la fragilidad del ser humano frente al odio indiscriminado del terrorismo.
Cuando pase el tiempo, las hemerotecas recordarán este hecho luctuoso que sucedió en pleno estío y en una metrópoli tan emblemática como la Ciudad Condal; nadie podía intuir que la violencia golpease así en un mes tan ocioso como es agosto .
Pero no por eso iba a dejar de redactar este artículo desenfadado y amable. Quería escribir un texto distendido, casi banal e intrascendente, reflejando y compartiendo hechos y sucesos acerca de las vacaciones, porque me apetece hablar de este tiempo ralentizado, sobre este impasse necesario para acometer con energía el comienzo del curso.
Utilizando el símil detectivesco, que no quiero transcribir para no seguir con la penosa noticia del inicio, les contaré, que mi santa y yo hemos decidido este año repetir vacaciones en un lugar que habíamos visitado en ocasiones anteriores. Un lugar que, al contrario que la cabecera del Quijote, siempre queremos acordarnos, una población de la costa onubense donde el océano y la tranquilidad se complementan ofreciendo al visitante playa y relax a partes iguales.
Antes de continuar les referiré que lo he titulado como una segunda parte porque ya en la anterior visita me inspiró otro texto que publiqué con el mismo nombre y, aunque éste no sea una continuación, en esencia, vuelve a tratar temas y situaciones muy parecidas.
Como mera casualidad les contaré que mi lectura veraniega iba sobre el escritor americano Francis Scott Fitzgerald, relatos cortos que me permitiesen la intermitencia lectora para no tener demasiados quebraderos de cabeza y, de repente, me encuentro una exposición de viajes y hoteles emblemáticos de diferentes continentes. Desde el Plaza de Nueva York al Cecil de Londres pasando por el Deux Mondes y el Ritz de París o el Ruhl de Niza y muchos más que visitó el afamado escritor y su esposa durante los primeros años veinte del pasado siglo.
Nuestro alojamiento es más modesto y está cerca de la playa, un espacio que, aunque se nota usado, sigue siendo acogedor y familiar, un lugar que satisface nuestras necesidades, pues apenas son unos días de estancia.
Aunque siempre se repiten los comportamientos, no dejan de sorprenderme la actitud de demasiados huéspedes ante la opción del bufé libre y pareciera que no han comido en su vida, platos y platos repletos de viandas que al final dejan inacabados en la mesa. Eso y los de las “pulseritas” es algo que me desquicia, no entiendo ese consumismo desaforado que refleja la falta de sensibilidad y sentido común ante las carencias de los demás.
Pero si hay algo que desarrollo con mayor actividad en estos días de asueto es mi actitud observadora. Eso hace que active al máximo el prejuicio y que seguramente me equivoque al inventarme las historias, pasatiempo breve y trivial para entretenerme sin complicaciones en este tiempo de ocio total.
La playa que antes no me gustaba, atrae ahora gran parte de mi atención. Siempre he comparado la exhibición de cuerpos con la democracia en la que todos cabemos, tripas orondas y culos caídos, altos y bajos, guapos y feos, un magma donde sobresalen los cuerpos esculturales de algunas ninfas y efebos de pieles bronceadas, pero de la mentalidad mejor no hablamos. Hoy, sin embargo, a pesar de la contaminación que emiten los arrastreros, la atracción principal al borde del océano es un buscador de “tesoros”, un tipo equipado con un dispositivo electrónico y una azada que remueve aquí y allá la arena de la playa, guardando de vez en cuando algún objeto en el bolsillo del pantalón. Ni siquiera algunas de las chicas que hacen top-less causan mayor atracción que el mencionado sujeto.
Compruebo en este improvisado hábitat al borde del agua los efectos de la pasada crisis. Hay menos niños que otros años y la vorágine constructora de castillos de arena ha disminuido bastante, ahora se entretienen buscando conchas raras y observando a alguna medusa despistada que las olas han arrastrado hasta la playa. Los demás, ajenos a las bondades del mar, siguen abducidos por las pantallas táctiles de sus móviles, atrapados por el mundo virtual de los whatapp o el “me gusta” del face.
El evidente deterioro de nuestra sombrilla hace replantearme adquirir uno de esos nuevos kit que ahora portan algunos adelantados, un carro en el que puedes llevar hasta dos hamacas, la sombrilla, la nevera y las toallas, toda una modernidad diseñada para el jubilata que arrastra el armatoste con una mano y con la otra tira del nieto remolón. Quizás por su esfuerzo educador les dejan hacer las barricadas de sombrillas en primera línea, sobre todo, para estar atentos de las travesuras de los nenes.
No todo es nadería, a veces, cuando veo transitar a los manteros por la caliente arena me pregunto: ¿De qué les sirvió tanto sacrificio para llegar a la vieja Europa? ¿Les habrá merecido la pena dejar atrás a su familia? Ahora siguen malviviendo y soportando nuestras negativas con un gesto, resignación frente a la aparente opulencia de los bañistas.
Para finalizar vuelvo al desenfado y al relax. Levanto la cabeza y atisbo no muy lejos el chiringuito, y por principio, creo que la cima de la felicidad la marca uno en cada instante. Como un iluminado intuyo que la sal del océano me invita a tomar el aperitivo, una cerveza fría y unas gambas de la zona colman mi estado de bienestar, seguro que no habrá otro momento igual.
Feliz verano les deseo a todos, aunque la verdad es que está resultando demasiado largo y a mí, desgraciadamente, se me acaban las vacaciones.