Supongo a más de un lector la sonrisa con la que habrá acompañado la lectura del poco original título de la columna de hoy. No solo disculpo la ironía que puede a la lectura de la repetidísima frase que tanto hemos leído, visto y oído estos días; pero me hubiera parecido un acto de cobardía omitir tan simbólico título por miedo al ridículo: “Carme” no lo merecía. Como tampoco lo merece –bien que por opuestos motivos- el machismo de nuestra sociedad, tan cultivado, cuidado y hasta querido por nuestra tradición nacional-católica que tanto ha velado por mantener en un rígido “apartheid” a las mujeres. Las religiones descendientes de la “abrahámica”, generalmente gustan mantenerlas aisladas de cualquier dinámica social. La judaica y la musulmana pueden llegar a una gran opresión de la mujer, mientras la cristiana, sobre todo la que acogió los principios de la Reforma, como participante en movimientos culturales modernos, ha dignificado el trato a la mujer, camino que hasta hace bien poco no inició el catolicismo, no sé si por el inmovilismo inherente a ser “Contrarreforma”, o por su ubicación mediterránea, compartida por culturas machistas.
Por eso conviene recordar a esta mujer que no se sintió aplastada por el peso de desempeñar un hasta entonces oficio, no solo masculino, sino “de muy machos”. Ser Ministra de Defensa fue una de tantas “miradas a la izquierda” de José Luis Rodríguez Zapatero; pero no fue a la zaga el tranquilo valor de esta mujer joven, de delicada salud, embarazada de siete meses, al aceptar valientemente el puesto, y pasear con tranquilidad su gestante tipo, al tiempo que daba, con toda normalidad, la orden a un militar profesional: “Capitán: mande firmes”. Era toda una lección de feminismo valiente, sin estridencias, pero firme, que aunque no fuese muy comprendida ni compartida por muchos militares “a la antigua usanza”, que significó todo un salto en la cultura española: la mujer también podía mandar al varón sin que el universo se saliese de sus órbitas naturales. Pero su dimensión política no debe ser encerrada en solo un gesto.
Sería injusto olvidar su continuo forcejeo por eliminar participaciones militares en las procesiones que, aunque no lo logró, sí creo que consiguió la voluntariedad de la participación de los soldados, o su pelea personal por conseguir ser borrada de los registros eclesiásticos de fieles… y todo ello sin ruido, guardando la lealtad de la discreción hacia el Gobierno y partido a los que pertenecía. Aunque conviene no olvidar lo que ahora ya es público: esos llamativos detalles, además de la admiración que supo despertar en su colaborador, el General de Aviación José Julio Rodríguez, al que nombró Jefe del Estado Mayor de la Defensa (JEMAD)… y no para que la introdujera en un mundo conservador: hoy pertenece a Podemos. Como tampoco debe ser omitida su firme oposición en que el Consejo de Ministros indultase al bancario del Banco de Santander Alfredo Sáenz. Pero esta enérgica socialista, incansable luchadora por la igualdad –incluida la de género- murió, curiosamente, apenas iniciado este mes de abril.
Porque en otro mes de abril, el de 1972, murió en Lausana el icono de las feministas españolas: Clara Campoamor, cercana al PSOE, aunque tuvo problemas con él: ni aplaudió nunca su colaboración con la “Dictablanda” de Primo de Rivera, ni consiguió convencer a todos sus militantes en su victoriosa lucha por conseguir el voto para la mujer, temerosos éstos de que la influencia de la Iglesia sobre ellas hiciera que la derecha ganara el poder… como ocurrió en las siguientes a su aprobación, cuando la CEDA de Gil Robles, nacida y apoyada en la Iglesia, triunfó en el año 1933: la misma Clara Campoamor no obtuvo acta. Un sentimiento agridulce le hizo publicar en el año 35: “Mi pecado mortal. El voto femenino y yo”. Al año siguiente la izquierda, agrupada en el Frente Popular, ganó las Elecciones Generales en forma masiva; pero ni el fascismo español ni el europeo consintieron que gobernase: lo impidieron con una sublevación que derivó en Guerra Civil y una brutal dictadura.
Una brutal dictadura que devolvió a la mujer al puesto que la Iglesia Católica secularmente le había reservado: la de obediente subordinada del mayor saber y poder del hombre. El precepto de Pablo de que la mujer debe callar en la Iglesia, es amorosamente guardado por el integrismo católico seguido, por ejemplo, por el colegio de Alcorcón –aunque mantenido con fondos públicos- que lleva el nombre del muy integrista “Juan Pablo II” y que mantiene la separación por sexos, incluso en las actividades extraescolares: ellos van al Bernabéu y mientras ellas hacen ganchillo. Tras esa inconstitucional formación diferenciada, es difícil a la mujer ordenar: “Capitán: mande firmes”.