Comenzaré diciendo que respeto profundamente a quienes no gusten de las corridas de toros. Y hago hincapié en lo de “profundamente”. Reconozco que contienen algunos elementos que pueden no resultar agradables, y que incluso podrían ser susceptibles de un cambio o adaptación más o menos significativa. Pero a mí no me gustan muchas otras cosas y por ello no pretendo que se prohíban. Y seguiré diciendo que la sensación que hoy me inunda es la de profunda tristeza. Tristeza por sentirme, de algún modo, un bicho raro, a quien le apasiona una actividad que ha sido prohibida en parte de mi país. Poco menos que un proscrito. Convendría recordar que los toros suponen el segundo espectáculo de masas de este país, con una creación de riqueza para muchos sectores asociados que no deben olvidarse. No obstante, a pesar de tratarse del segundo espectáculo de masas antes citado, el actual presidente de gobierno no ha accedido en sus años de mandato a recibir a ninguna asociación taurina. Y no será porque no se lo han pedido. Puede que el de ayer haya sido el primer paso para la abolición futura completa de las corridas de toros. Por algo se empieza. Y no es que la Fiesta viva su mejor momento, ni su peor. Ya antes las corridas de toros fueron abolidas por reyes y/o autoridades eclesiásticas. Aunque aquéllos eran otros tiempos. ¿O quizás no tanto? El hecho es que al consultar escritos de hace cien años, ya se encuentran comentarios sobre el declive de las corridas de toros y su “futura e inevitable desaparición”. Sin embargo, aquí seguimos. También puede sonar a tópico, pero a los que legítimamente no gustan de las corridas de toros les diría que quienes más amamos al toro de lidia, no lo duden, somos los aficionados a esta tradición. Nosotros somos quienes más admiramos su belleza, su nobleza, y quienes nos preocupamos por su “bienestar”. Sí, sí, “bienestar”. No olviden que el toro de lidia vive una vida regalada, en amplias extensiones de dehesa y con un control sanitario exhaustivo hasta antes de su lidia, de cuatro a seis años en el caso de los toros, y hasta los tres los novillos. ¿Y cuánto y en qué condiciones vive un toro de cebo para carne? En estos días se han escuchado u oído muchas cosas, algunas coherentes y con sentido, y otras totalmente pueriles y sin fundamento. Un comentario que entra dentro del último grupo es la comparación entre las corridas de toros y las peleas de gallos o perros, sobre las que no siento simpatía, por cierto. A los que defienden esta postura les diría que mientras que en las corridas de toros el agredido (el toro) tiene ocasión de herir a su agresor (el torero), en las peleas de gallos o de perros el disfrute del hombre no conlleva riesgo alguno para su integridad. Además de otro argumento incuestionable: tanto los perros como los gallos tienen otros cometidos en la vida actual–muchos más y más importantes- al margen de esas peleas entre congéneres, mientras que el toro de lidia tiene como única salida su lidia en una plaza de toros (al margen de los toros corridos en las calles), ya que para criar toros de carne existen muchas otras razas menos conflictivas para su crianza y manejo que el toro bravo. Tampoco convendría olvidar que en los cosos taurinos y en las fincas hay indultos para los toros que se ganan en la plaza con su bravura el derecho a vivir hasta morir de viejos. Demasiado pocos. Seguramente. Pero, ¿cuántos indultos hay en los mataderos? No tengo noticia de ninguno. Y respecto a la supuesta violencia que se observa en una plaza de toros. Por favor, párense a pensar con ecuanimidad. ¿Qué es lo más bonito que se escucha en un partido de fútbol? Quizás “Hijo de puta”, “Cabrón”, “Te voy a matar” o “Me cago en tu puta madre”. Comentarios inocentes, preciosos y poéticos, ¿verdad?, en muchas ocasiones pronunciados en presencia de niños pequeños. Maravilloso ambiente. A mí no me gusta el fútbol. No me gusta que a los seguidores de cada uno de los equipos haya que conducirlos con dispositivos policiales especiales para evitar que se crucen y peleen o maten con los del rival. Eso, y otras muchas acciones relacionadas con éste u otros deportes, sí es violencia explícita. Pero como no me gusta el deporte rey, simplemente no voy a los partidos de fútbol o intento evitar –cuando puedo- verlos por televisión, y se acabó. Como nadie me obliga a ir al estadio o a verlos, ejerzo mi derecho. Simplemente. En contraposición a esta respetable actividad, convertida actualmente en poco menos que el opio del pueblo, personalmente puedo decir que en los años que llevo acudiendo a las plazas de toros de toda España o viendo corridas por televisión, nunca he visto altercado alguno que haya generado la muerte violenta de un aficionado a manos de otro. Aún así, sorprendentemente, parece que los tendentes a la violencia somos los aficionados a los toros. Sin embargo, al menos coincidiremos en calificar como mucho más grave la muerte violenta de una persona que la de un animal. Espero. Dada la situación, a los favorables a las corridas de toros en Cataluña –dentro de España- ya sólo nos queda el recurso del pataleo, que es en realidad lo que supone este texto. Por supuesto, habrá argumentos respetabilísimos para rebatir lo escrito más arriba, y muchos de ellos con su razón de ser. Seguro. Pero es que a mí, persona creo que bastante civilizada, pacífica y relativamente sensata -los habrá más y menos que yo- me gustan los toros. ¡Qué le voy a hacer! Hay cosas peores. De momento. Julio César Sánchez Crítico taurino del diario LANZA
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