Mi madre era una profesional de aquel mítico “Plan Profesional con el que la Segunda República quiso hacer la renovación pedagógica que tanto precisaba España y que tropezó con la animadversión de las fuerzas conservadoras: para Franco, como para Hitler, no tenía sentido preparar mucho al maestro, que solo enseñaba a leer, escribir y contar, y para la otra poderosa fuerza española, la Iglesia, el Maestro podía ser el adversario del cura: mejor asegurar la inferioridad del laico; para el pueblo llano bastaba con la filosofía social del Cardenal Monescillo: “Pan y catecismo”. Aunque hasta yo me daba cuenta de que me explicaba una historia demasiado legendaria y heroica, de exaltación de nacionalismo castellano. Recuerdo que en cierta ocasión me contó cómo, antes de la Guerra Civil, un artículo iba relacionando las exigencias de estatutos autonómicos de distintas regiones españolas, y cómo el autor, al preguntarse por Castilla, se respondía con la lapidaria frase: “Castilla calla y gobierna”. Y eso me lo explicaba una maestra progresista, que fue afiliada a FETE-UGT y que confesaba de forma poco discreta, sus simpatías hacia los socialistas… como sus hermanos y padre: huidos o exiliados unos, encarcelados otros y “depurados” todos; pero el “separatismo” no la atraía.
Yo tampoco simpatizo con el separatismo: conforme he ido madurando –envejeciendo, si lo prefieren – me he ido convenciendo de que eso es manía de ricos o de quienes creen serlo, y se afanan en levantar cercados y fronteras para reservarse el disfrute de un suelo sobre el que dicen tener especiales derechos. Eso sí, tienen exquisito cuidado en llamarse “patriotas”, de patrias de diversa naturaleza y extensión; aunque desde el siglo dieciocho, en el que vivió el brillantísimo pensador británico Samuel Jonhson, debieran pensarse tal calificación, tras el éxito de su famosa sentencia “El patriotismo es el último refugio de los canallas”, confirmada por otros expertos en esa materia. Y conforme con tal filosofía, pienso que, cuantas menos patrias haya, habrá menos refugios para canallas. Nos guste o no, hacer de España tantos estados como regiones o comarcas, es el mayor de los despropósitos en un mundo cada vez más relacionado y unido. Pero lo que tiene aún menos sentido es intentar eternizar la hegemonía que una región pudiera tener sobre las demás en una determinada coyuntura histórica.
Durante el Medioevo todos los reinos españoles –moros o cristianos- gozaron de épocas de especial brillantez: desde el de Galicia, meta del Camino de Santiago, al de Aragón del que formara parte la imperial “Marca Hispánica”, continuado por los hipotéticos “Países Catalanes”, o hasta el culto Califato de Córdoba o los reinos que le sucedieron. Pero la Edad Media finaliza con un Reino de Castilla como Estado hegemónico peninsular y Castilla viene a ser tomada como el todo, con la única sombra de Portugal, que para eso también tenía su imperio trasatlántico. Boscán y Garcilaso, barcelonés el uno, toledano el otro, escriben su poesía, de clara influencia italiana, en castellano, mientras mantenían una vida de acuerdo con su idiosincrasia familiar: de pacíficos comerciantes el catalán, de belicoso cortesano la del toledano. Pero el empuje de Castilla hacía que las letras hispanas se escribieran en castellano… aunque el cariño la Virgen aconsejara a Alfonso X de Castilla el uso del dulce gallego.
Llegó el romanticismo con el auge nacionalista en todo el mundo. Y España, gracias a la pereza de sus monarcas y su aristocracia, muy cómodos en el ambiente del incienso eclesial y el amable recuerdo de antiguas grandezas, se quedó sin una burguesía semejante a la surgida en Europa… excepto en las tierras de Boscán, que no alumbraban gentes con mejores o peores genes que los demás, sino con organizaciones sociales más racionales: los reinos estructurados en los primeros siglos de la Reconquista, tuvieron tiempo para conformar repartos más naturales de tipo político-municipal y patrimonial. Por el contrario, la España más meridional, la última en reconquistarse, fue repartida atropelladamente entre la perezosa nobleza y el ávido clero, en artificiosos núcleos de población y latifundios mal explotados, que no favorecen al trabajo ni a la producción. Aparte de las diferencias físicas existentes, comparemos cifras de producción o de rentas entre Castilla-León y Castilla-La Mancha. Y lo mismo pasa con Andalucía o con Extremadura.
Los castellano-manchegos, de Castilla, no tenemos más que el nombre que nos impusieron los conquistadores castellanos cuando ocuparon estas tierras… y fuimos Castilla la Nueva, como la sita en Argentina fue la nueva Córdoba, aunque no la poblaran cordobeses. Pero, en cualquier caso, Castilla y León, hoy, es una Comunidad Autónoma más: es un error de nuestros conservadores seguir confundiendo la naturaleza de España con la de Castilla y los gobernantes españoles con la belicosa y parasitaria aristocracia castellana. Debíamos ser una nación más articulada y justa.