Porque Dios quiere la conversión de Nínive llama al profeta Jonás. Nínive era la principal capital del gran imperio asirio, famoso por su crueldad. Ahí está la gran paradoja del mensaje de Dios: “¡Hasta Nínive podría ser salvada si se convierte!”
El problema es que Dios no envía grandes signos y señales para demostrar su poder y la inminencia del castigo: envía a un profeta huidizo y poco convencido que se llama Jonás. Leyendo el libro de este profeta, uno no sabe si quien se convierte es Nínive, o más bien Jonás.
El profeta se convierte en figura de los futuros compañeros de Jesús. Porque el Maestro de Galilea grita la conversión al pueblo, inmediatamente llama a cuatro discípulos para que sean sus compañeros. “Los caminos de Dios no son nuestros caminos”: ¿cómo enviar a mediadores débiles, pecadores ellos, para conseguir la conversión de un pueblo pecador? ¿No sería más conveniente que Jesús solo, el único que no cometió pecado, predicara con autoridad la conversión de todos? ¿No ha de ser él el único que puede predicar con el ejemplo? ¿Para qué llamar a hombres limitados, es más, a hombres cuyo pecado no oculta el mismo Evangelio?
¿Querrá Dios, también hoy, la conversión de sus criaturas? ¿Es necesario un cambio de rumbo en nuestras decisiones, criterios, actitudes y actos? Para conseguirlo, ¿cuál será el mejor camino? ¿La seducción con premios y bienestar? ¿La amenaza y el castigo efectivo? ¿El envío de unos cuantos misioneros de la conversión? ¿Cuántos, con qué cualidades, con qué autoridad?
Seminario Menores de España
Este fin de semana hay un encuentro en Madrid de todos los Seminarios Menores de España. La pregunta suele repetirse: “¿Cuántos seminaristas hay en Sevilla? ¿Y en Alcalá?…” También hacemos esta pregunta los creyentes de Ciudad Real, preocupados por la religiosidad profunda de nuestras gentes: “¿Cuántos seminaristas tenemos?”
Desde la lectura de este domingo, tomada de san Marcos, y la del domingo pasado, del evangelio según san Juan, creo que la pregunta no está bien formulada. Lo que importa no es solo la cantidad, creo que tampoco principalmente la calidad, sino el nombre, la persona. Tal vez, la pregunta adecuada no es: “¿Cuántos seminaristas tenemos?”, sino: “¿Cómo se llaman?”
Los evangelios nos dan los nombres de los apóstoles y, de algunos de ellos, nos cuentan su historia, su proceso, su camino, su pecado y su amor, su transformación al lado de Jesús. Los medios son importantes, también los proyectos, los objetivos claros y evaluables, las infraestructuras para la misión; no hemos de despreciar nada de lo humano, porque la Palabra se ha hecho carne y asume todo lo humano; pero lo más importante, y lo más humano, es el hombre, el sujeto, la persona concreta.
El mundo se convertirá cuando tengamos nombres, personalidades forjadas y libres, entregadas del todo, aunque sean limitadas, aunque seamos pecadores. No nos conformamos con la cantidad, no nos es suficiente la calidad: nos importan, ante todo, los rostros, porque eso es lo que le importaba a Jesús de Nazaret.
Los doce hijos de Jacob
Los evangelistas, no obstante, también nos ofrecen, junto a los nombres, un número que se repite: Jesús escogió a doce. ¿Por casualidad? En un ambiente judío el mensaje es claro: el número doce remite a los doce hijos de Jacob, a las doce tribus de Israel. Jesús tiene una intención institucionalizadora, quiere reunir a las doce tribus de Israel en un nuevo pueblo convocado bajo la mirada de un solo Padre.
El número, por tanto, sí importa, pero no en su valor cuantificable, sino en su significado simbólico, porque es un mensaje del que elige hacia su pueblo. ¿Podríamos atrevernos a pensar, desde aquí, que también importan los números de los llamados hoy? ¿Hay ahí un mensaje del Señor de la llamada y el Maestro de la conversión?
Necesitamos, ante todo, rostros; pero también necesitamos discernimiento, interrogantes, estar a la escucha del Señor que conduce nuestro presente.