La dehesa boyal de Fontanarejo, además de albergar un gran paraje natural, paisajístico y ganadero; guarda también un singular patrimonio etnográfico que tiene que ver con las viejas tareas agropecuarias, con tiempos de carboneo y también con ancestrales juegos ya desaparecidos.
Este inmenso chaparral aloja una parte de la memoria colectiva local en lo que se refiere, entre otros aspectos, a los míticos y desaparecidos chozos, a los “jotriles” y a las “horneras” de los que aún quedan algunas huellas. Y también con el apartado más lúdico pues en este gran encinar los pastores llevaban a cabo antiguos juegos como son el del “trinquete” y la “burria”.
Son muchos los rincones de la dehesa fontanarejeña donde antaño se ubicaban las majadas, los “postueros”, los sesteros etc, para el ganado.
Parajes conocidos como la “Cañá Quemá”, la Hoya Honda, el Cerrillo Alto, el Soto, la Erilla de Guadiana, el Cerrillo de Cantos Blancos, la Rinconá, el Charco de los Muertos, el Cerrillo de las Iniestas, el Barranco Mortecino, la Peña de la Loma, la Cañá Primera, el Chozo de las Tapias etc. Este último paraje era, entre otros lugares, donde instalaban tiempo atrás los denominados “jotriles”, que eran un pequeño y singular chozo que se levantaba para resguardar de los lobos a los becerros recién paridos mientras las madres estaban uncidas al arado.
Estos peculiares recintos “blindados”de forma natural se construían aprovechando varios chaparros que formaban un círculo y que se cubría, fundamentalmente, con zarzas y espinos. Una protección singular para los “chotillos” en ausencia de sus madres.
Otro de los vestigios de los que aún queda alguna huella entre los chaparros son las viejas “horneras” o carboneras, testigos de un tiempo no tan lejano en los que se elaboró en la dehesa de Fontanarejo desde el tradicional “piconcillo” hasta el carbón vegetal. Este último combustible fue muy apreciado y demandado, siglos atrás, en un período histórico en el que se llegó a implantar en la zona monteña un impuesto, denominado “humazgo”, que se pagaba por el “carboneo” de las dehesas boyales en los Montes de Toledo.
Juegos: “trinquete” y “burria”
Angel Alcaide Espinosa, un fontanarejeño ya jubilado que cuidó durante muchos años el ganado en la dehesa boyal de Fontanarejo, explicó a Lanza los antiguos juegos con los que pasaban el rato los vaqueros y pastores. Se refirió a la denominada “burria” y al “trinquete”. Este último se jugaba lanzando con el impulso del pié las tradicionales “porras” que portaban los vaqueros, hechas con chaparros u otros arbusto.
Los “mantazos”
El jugador que perdía en el lanzamiento recibía los denominados “mantazos” que eran muy celebrados por los ganadores y espectadores de tan ancestral juego. En el caso de la denominada “burria” era, según explicó Ángel, un peculiar juego que recuerda al “golf” pues consistía “en golpear, con las citadas porras, una pequeña bolita, que hacíamos con corcha previamente cocida y muy estezada y la lanzábamos hasta intentar colocarla lo más cerca posible de un hoyo lejano o meter la citada bola de corcho en un gua”.
También refirió Ángel los juegos más infantiles en los que los “vaquerillos” se entretenían jugando en plena dehesa boyal con singulares “toros” y “vacas” elaborados con horquillas de jara y con trozos de corcha. Todo un mundo de imaginación y disfrute en tan tierna infancia.
La tradicional lumbre de “los quintos”
Otra de las ancestrales costumbres que “alimentaba” la dehesa boyal era la tradicional lumbre que “los quintos” preparaban y encendían cada fin de año en la plaza más grande del pueblo. Los mozos cargaban los carros con troncos y ramas que, después y tirados por yuntas de vacas, bueyes o mulas, entraban al pueblo. Y suponía todo un acontecimiento ver descargar los leños que eran pasto de las llamas, cada 31 de diciembre, en un acto costumbrista de gran arraigo y tradición cada fin de año.
Pasear por la dehesa de Fontanarejo supone, por un lado, disfrutar viendo a los animales pastando, cuando son épocas en que puede entrar el ganado a este recinto; y también deleitarse con un paisaje en el que, sobre todo en primavera y otoño, está salpicado por las gamonitas, los jarales, las chaparras, los tomillares, las «campanitas de cañada», los juntos en las zonas más húmedas, las margaritas, los espinos y el “almaraduz” (mejorana). Un singular un catálogo botánico.