No había descubierto aún el olor a azahar de las flores del naranjo, pero en la nariz viajaba el olor a pan y quesillo de los jardines del Prado y el profundo aroma diario de mi higuera.
En la camarilla del cuarto piso del Seminario Diocesano no olía a incienso ni a cera, como hubiera imaginado; como mucho, el aroma de la canela de las galletas del armario por la noche, a oscuras sobre la carretera de Porzuna. Enfrente, unas pocas ventanas permanecían iluminadas desde el atardecer hasta la madrugada, testigos mudos del silencio roto de cada mañana.
Mi ventana tenía persiana, una puerta de cristal y yo un jersey azul claro que me compraron por haber aprobado el ingreso en Magisterio antes de esa iniciar “chaladura” de meterme a cura. En aquella ventana comprendí a mi padre y menos a la humanidad que mantenía encendidas las luces del manicomio, al otro lado de la carretera, camino de la Puerta de Santa María.
Hoy, Edelmiro Arnaltes es un pianista de fama internacional. En aquellos breves meses, cuando caminábamos hacia el caserón del Círculo Medina, en la calle Paloma, a escuchar un concierto, siempre evitaba mirar a la ventana de mi vecino, el del edificio ocre. Todas las mañanas aparecía frente a mi, agarrado a las rejas de su cuarto, con una tela metálica entre él y el mundo, y la mirada puesta en el cristal de mi habitación, como un vigilante desde la locura.
Tres años después, un 12 de agosto, pisaba por primera vez el Diario Lanza, con un inútil título de maestro debajo del brazo y la mirada tan perdida como la de mi vecino, oteando el horizonte de 1970 como quien espera el vapor del tren que le llevará a la gloria. Durante 12 días de Feria iba a ser periodista. Me agarré a aquel clavo con la misma fuerza que de pequeños nos sujetábamos a la trasera del camión que regaba las calles. Para viajar.
II
Ernesto Garrido y yo nos fuimos hasta el Hospital Psiquiátrico, a lomos del escándalo humano de Conxo (Galicia) o los reportajes del semanario Triunfo. Un psiquiatra nos enseñó la doctrina de la OMS y, sin querer, nos enseño a escuchar a un gangoso Jacques Brel que nos removía la entraña entre 7 y 9 de la tarde mientras entendíamos que la vida no era ideal pero tampoco debía ser imposible. De su mano atravesé la puerta del manicomio, con el permiso inaudito del director del Diario Lanza, con la cámara de Manolo Herrera Piña dispuesta al espanto y un bloc de notas.
Mi vecino del seminario paseaba ese mes de noviembre con chanclas, un pantalón oscuro de rayas atado con una cuerda en la cintura y una chaqueta sin nada más debajo. De la ventana había pasado a dar vueltas sobre sí mismo y alrededor de las cabinas del patio, las puertas marrones y los agujeros con un hierro en cruz por ventana. Tampoco él recordaba, si alguna vez lo olió, el aroma del azahar de los naranjos. No habían comido fruta hasta dos años antes, nunca antes. Dejamos a sus compañeros haciendo cestos de mimbre en las escaleras del edificio (le llamaban terapia) y, cinco horas después, nos fuimos a escribir otros tantas contraportadas del diario.
Los barrotes de la cama del seminario eran azules, como los de las camas del pasillo del Psiquiátrico; como los de la cama donde me han tumbado el mismo día que la directora me llamaba para escribir. Todo empezó para mí un 12 de agosto, en la esquina del Pilar.
Era para doce días. Nunca más me he bajado de ese tren.
De vez en cuando paso por delante del antiguo Hospital Provincial y la vista se me va hacia el bloque remozado de oficinas, donde ahora se escribe y se lee el Diario Lanza en pantallas, sobre los metros cuadrados de aquella historia. Un escalofrío me recorre siempre, como si los ojos del vacío siguiesen mirándome desde el quejido de las mañanas.
Bienvenida sea tanta memoria y los que la han ido escribiendo.
*Periodista y escritor