Su título es esclarecedor en su doble sentido, culinario y sentimental (ambas cuestiones se resuelven a fuego lento, al calor de lo bien hecho), refleja perfectamente lo que van a ver a continuación, la esencia misma de la película, especialmente ese comienzo de media hora o cuarenta minutos, pausado y elaborado propio de la mejor cocina, de, de los más exquisitos platos, y por extensión, del amor en mayúsculas, del de verdad de la buena.
Esa primera y alargadísima introducción (de unos 40 minutos) que es como un plano secuencia, aunque no lo sea, con la que no descarto que algunos pueden bostezar, y lo puedo entender, y con la que otros nos quedamos embobados, me provoca unas irrefrenables ganas de dar buena cuenta de los platos surgidos en un pequeño “restaurante” de calidad, humilde o selecto con causa, según prefieran.
Trata también sobre el deseo, manifestado el mismo con la paciencia de la paciencia y más suculenta de las recetas.
Y sí, ya quedan advertidos que es cine contemplativo de la mejor ley, para paladear tranquilamente, al de la lumbre empleada y de la pantalla. Y el hecho de que no contenga banda sonora y que los únicos ruidos que se escuchen, aparte de los diálogos de sus intérpretes, sean los propios de la cocina, lo considero un acierto.
No es de extrañar, por tanto, que venga firmada por un cineasta de extremada sutileza, delicadeza y… paciencia, el vietnamita ya sesentón Anh Hung Tran, firmante de esas tres exquisitas piezas de orfebrería que son “El olor de la papaya verde”, “Pleno verano” y “Cyclo” (éste supone la séptima aportación de su filmografía). Pocos como él para cocer una historia de estas características, tal como demostrase con creces en los títulos anteriormente citados.
Es de los que procesa con especias e ingredientes naturales, sin artificios, espaciadamente, con verdadero mimo sus trabajos, tal como hacen Eugenie y Dodin, ante nuestros sentidos más receptivos. Porque es este un trabajo vocacionalmente sensorial, de los que entran por las pupilas, incluso por el olfato si me apuran.
Los fogones, o el fogón y sus entresijos, se muestra aquí elegante y preciosista como pocas veces. Y miren que se han hecho hasta la fecha una respetable cantidad de maravillosas muestras sobre asuntos gastronómicos, desde “El festín de Babette” hasta “Como agua para chocolate”, pasando por “Chocolat”, “Un viaje de diez metros”, la magistral “Ratatouill” o tantísimas otras. Y aunque puede que no sea de la mejor, la incluyo, sin duda alguna, en el pelotón de cabeza.
Por otra parte, el reconocimiento (y la admiración sin absurdos paternalismos) que lleva a cabo de la mujer en una época nada fácil para las de su género (no digamos ya en otras latitudes) en la Francia del último cuarto del siglo XIX, que lamentablemente había dejado atrás algunos logros importantes de la Revolución de 1789. Al respecto, su final no puede resultar de lo más elocuentes.
Y que sea la gran dama del cine francés (y no me olvido de las Deneuve o Huppert) Juliette Binoche la encargada de dar lustre, esplendor, encarnadura a la extraordinaria protagonista femenina, no puede sino ser reconocido como un pleno acierto. Y el hecho de que le dé réplica su ex marido en la vida real, el gran Benoît Magimel, con el que no mantenía buenas relaciones hasta este rodaje, supone otra gran baza perfectamente jugada.
Una delicatessen. Aunque me da en la nariz que Francia podría tener más posibilidades para el Oscar si hubiera seleccionado “Anatomía de una caída” en vez de esta propuesta. Pero quién sabe, igual lo obtiene de todas formas, pese a la competencia que se le avecina o pueda suponer las estupendas “La sociedad de la nieve”, “Fallen leaves” o “Yo capitán”, pues téngase en cuenta que esta reseña está escrita poco antes de la selección final de candidatas y a dos meses vista de la ceremonia hollywoodiense