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A propósito de la indispensable “Raíces profundas”

Shane, el mismo individuo que otorga título al original, por una vez traducido en España mejorándolo con el poético “Raíces profundas”
Shane, el mismo individuo que otorga título al original, por una vez traducido en España mejorándolo con el poético “Raíces profundas”
José Luis Vázquez
Dos breves reseñas sobre la misma película escritas en diferentes momentos, pero complementarias e incluso “redundantes”

PRIMERA… Todos te queremos Shane

Uno de mis diez westerns favoritos. Un exponente de imágenes cristalinas, por siempre perdurables. Nunca unas montañas o unas colinas, con la excepción tal vez de las mostradas en “El último valle”, en los “westerns lejanos” de Anthony Mann o las del Himalaya de “Horizontes perdidos”, me han resultado tan míticas. Al igual que también me lo resultó desde el primer instante que me topé con él ese lacónico pistolero de baja estatura, pero con un aura que llena la pantalla, que se muestra ante los ojos asombrados y el pasmo de ese rapaz en proceso de crecimiento, fascinado con su imagen, necesitado de elaborar sus propias leyendas, ensoñaciones y señas identificativas. Como ya sabrán muchos buenos y veteranos aficionados, me refiero a Shane, el mismo individuo que otorga título al original, por una vez traducido en España mejorándolo con el poético “Raíces profundas”.

No deja de ser el resultado de un combinado que hunde sus raíces y su tallo en un perfecto y trabajado guion, de enorme alcance respecto a los sutiles significados que su autor A. B. Guthrie Jr. quiso y logró conferirle, en el que se funden en perfecta síntesis y comunión algunas de las constantes más queridas y fiables del género… la del pistolero errante una de ellas, la de la lucha entre ganaderos y colonos sería otra. Un texto que el excelente George Stevens (“Gigante”, “Un lugar en el sol”, “El diario de Ana Frank”), con inspiración máxima y exquisita elegancia, no exentas de un sugestivo barroquismo formal, convierte en una bellísima –fundamental es en ello la fotografía de Loyal Griggs, merecidísimo Oscar- aportación que se erigiría casi fulminantemente en todo un referente.

Una emocionante y siempre gozosamente revisable obra maestra, que serviría de inspiración treinta años después para un “remake”
Una emocionante y siempre gozosamente revisable obra maestra, que serviría de inspiración treinta años después para un “remake”

La interpretación/composición de Alan Ladd, en la que sin duda constituye la mejor y más reconocible de su pródiga carrera, “con su indumentaria de gamuza, su rostro angélico y esa aterciopelada parquedad gestual” como bien señalara Teo Calderón, confirió a su personaje, el de un solitario y errabundo pistolero, refulgentes detalles de elegantísimo romanticismo (ese baile con la esposa delata en él una inusual delicadeza, encanto, temperatura interior… y ambos camuflan deseos evidentes) y misterio sondable.

Igualmente está irreprochable la pareja que le secunda, compuesta por Van Heflin y Jean Arthur (esa mirada que cruza contemplando a Shane, figura ya en las antologías, desde luego en la mía particular), así como un espléndido ramillete de característicos del calibre de Jack Palance (como el peligroso asesino a sueldo con quien se las verá tiesas el protagonista en un memorable duelo focalizado a través de los ojos como platos del crío), Ben Johnson o Elisha Cook Jr.

Una emocionante y siempre gozosamente revisable obra maestra, que serviría de inspiración treinta años después para un “remake” muy libre de Clint Eastwood en esa otra joya titulada “El jinete pálido”. 

Vibrante final –“Shane, come back”- con esa “llamada de las lejanas colinas” de Victor Young sonando de impagable fondo musical mientras -atención: spoiler- un Ladd herido mortalmente cabalga hacia un destino incierto. Y con esa frase del rubiales y vivaz Brandon de Wilde que ha quedado grabada entre los momentos de oro del Séptimo Arte y en las evocaciones más feliz e intransferiblemente personales: “Shane no te vayas, mi madre te quiere, yo te quiero, todos te queremos…”.

No Shane, ni te has ido ni nunca jamás te irás de mi gozosa existencia cinéfila.

SEGUNDA

De nuevo contemplo el final de “Raíces profundas” empapado en lágrimas y aplaudiendo de felicidad y como renovado gesto de infinito agradecimiento hacia una película y unos personajes que siempre me han calado demasiado hondo. Con ese Shane ensangrentado, cabalgando sobre tumbas, hacia un destino incierto, con el eco del inmenso afecto mostrado por parte de un crío fascinado con su figura, con el telón de fondo de unas colinas nevadas y con los inolvidables acordes musicales de Victor Young.

El lacónico pistolero descrito brillantemente por Teo Calderón (“indumentaria de gamuza, rostro angélico y aterciopelada parquedad gestual”) y encarnado inmejorablemente por ese actor mucho mejor de lo que siempre se le ha reconocido, Alan Ladd, forma parte desde mi más tierna infancia de la galería de personajes masculinos -al igual que femeninos- en un aplastante porcentaje surgidos del cine norteamericano y también de los de otras latitudes que jamás me han abandonado, que me han acompañado en mis mejores ensoñaciones, en mis amaneceres, despertares, caídas y ocasos. Todos ellos y muchísimos más, formando partes de esas vidas de repuesto con las que felizmente ha definido José Luis Garci al cine, a las películas.

'Raíces profundas' no deja de ser el resultado de un combinado que hunde sus raíces y su tallo en un perfecto y trabajado guion
‘Raíces profundas’ no deja de ser el resultado de un combinado que hunde sus raíces y su tallo en un perfecto y trabajado guion

Nombres para mí evocadores y asociados de por vida a mi mejor imaginario, como los de Atticus Finch (“Matar a un ruiseñor”), el profesor John Keating (“El club de los poetas muertos”), el entusiasta George Bailey (“¡Qué bello es vivir!”), Ethan Edwards (“Centauros del desierto”), el doctor Zhivago (“Doctor Zhivago”), Cyrano (“Cyrano de Bergerac”),  el profesor Vogel (“El último valle”), el diplomático Robert Conway (“Horizontes perdidos”), Henry Drummond (“La herencia del viento”), Matt Drayton (“Adivina quién viene esta noche”), C. C. Baxter (“El apartamento”), Paul Varjak (“Desayuno con diamantes”), el profesor George Hamilton (“Calabuch”), Don Gregorio (“La lengua de las mariposas”), Rick Blaine (“Casablanca”), el capitán Nathan Brittles (“La legión invencible”), Rhett Butler (“Lo que el viento se llevó”), Larry Darrell (“El filo de la navaja”), el rey Arturo (“Camelot”), Frank Skeffington (“El último hurra”), Mark Thackeray (“Rebelión en las aulas”), Jefferson Smith (“Caballero sin espada”), Walt Kowalski (“Gran Torino”), Martin Maher (“Cuna de héroes”), Tom Joad (“Las uvas de la ira”), Guns Donovan (“La taberna del irlandés”), Miguel de Unamuno (“Mientras dure la guerra”) o incluso el mismísimo niño que nunca quiso crecer (“Peter Pan”).

Solitario, romántico, sensible, empático, audaz, valiente. Inevitablemente me identifico demasiado con este personaje, y no estoy diciendo en modo alguno que a mí me adornen todas esas cualidades, pero le entiendo muy bien en sus actitudes y decisiones, desde luego en lo referido a su soledad asumida y a su carácter errabundo (en mi caso es un desplazamiento fundamentalmente interior y no tanto físico), o en ese dar un paso a un lado por propia y en su caso generosa renuncia en bien de los demás (de la esposa en concreto) y porque tal vez su carácter asilvestrado sea consciente de que sea muy difícil de dominar. Tan solo en verborrea, en lo que a mí se refiere, nos distanciamos contundentemente. Pero voy a ver si con el nuevo año voy bajando intensidades.

Y, por supuesto, dejando claro que nunca hay que estar cerrado a nada. Hacia el final hay un breve y precioso diálogo, otro de tantos que salpican este mítico western, entre la esposa del granjero, que indudablemente siente una callada atracción -las miradas lo dicen, lo delatan todo- por él -que es recíproca-, y este generoso individuo: “-¿No le volveremos a ver nunca? -Nunca… es mucho tiempo”.

El caso es que “todos te queremos Shane” como viene a decirle el joven e incondicional Joey Starrett. En mi caso, desde luego, sin la mínima posibilidad de duda alguna, pues siempre me ha proporcionado amparo y cobijo desde que era un mico y sé que ahí, desde la pantalla de nitrato o digital, ha velado por mí como lo hace con esa amistosa, afable familia de ganaderos que le acoge. Nunca podré pagar la deuda contraída con el muy humano y generoso Shane, pues cada vez que acudo a su cita con él nunca ha dejado de regalarme lo más valioso de este mundo… la capacidad de seguir soñando. Mil gracias a su director, Mr. Stevens (“Gigante”, “Nunca la olvidaré”, “Un lugar en el sol” o “El diario de Ana Frank” son una pequeña porción de las perlas que jalonan su filmografía) y a tantos profesionales de ese Hollywood dorado, el de cualquier época, el más ilustrado, ese que jamás perderá fulgor (de ello no albergo la menor duda), que contribuyeron poderosamente a regalarme toneladas de felicidad y espero también que a ser una persona mejor… aunque siempre teniendo en cuenta las inevitables sombras y luces. Y es que este invento de los hermanos Lumière, si sabemos tomar adecuada nota puede repercutir para muy bien en nuestra educación.

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