Continuaba atravesando períodos rebeldes dentro de un confortable y plácido deambular por el planeta, pero había una cosa que permanecía inmutable, bueno más bien dos. Ambas son las que más me ha arrebatado, junto al fútbol y la lectura, desde tiempo inmemorial, y nunca jamás hasta la fecha han dejado de hacerlo: el cine y las chicas. Bueno, y el fútbol, el Real Madrid y mi permanente fascinación con todas las contradicciones que quieran a cuestas, por los USA. Y no me refiero ya a su cine, mi favorito desde siempre, sino a tantísimos aspectos de su sociedad. De hecho, si por algún extraño sortilegio del túnel del tiempo se me permitiera a una época esa sería la década de los 60 en los USA, un momento de efervescencia y de cambios, sociales y de todo tipo.
Estas dos aficiones, más bien pasiones, continúan manteniéndose inalterables con el paso del tiempo, aunque la segunda ya no me provoca tantos sofocones como antaño, sin ir más lejos como el que atravesaba en aquel preciso momento, un tiempo mucho más acelerado y ansioso en lo que a anhelos afectivos se refiere… aunque eso nunca ha acabado de remitir como buen enamorado del mismísimo amor; eso sí, equivocadamente errático por la tremenda influencia provocada casi desde la cuna por las divinas y tantas veces benditamente “mentirosillas” películas hollywoodienses.
Esa entusiasta disposición se ha prolongado a lo largo de mi existencia, hasta que hace no mucho di con un relativo antídoto para no penar en exceso por ello, pero siempre, intentando no perder el sentido del humor y sin seguridad jamás de que no pueda volver a reincidir y salir malparado. Pero ya saben, nunca hay garantías de nada para nadie en los territorios del cuore ni en los de ningún otro tipo.
En cambio, debo subrayar bien subrayado, que mí adicción por el invento de los Lumiére, esa, continúa felizmente inalterable, sin cura posible, antes, ahora y seguro de que así seguirá bullente hasta el final de mi camino, salvo que perdiera la chaveta o una grave enfermedad me consumiera. Pero desde luego, hasta la fecha siempre ha sido mi aliado más fiel, fiable e incondicional.
Por tanto, asistí al estreno de “Pretty woman” en plenitud hormonal y un tanto contrariado, pero con algo que siempre he tenido clarísimo aún en mis momentos más oscuros o enrevesados sentimentalmente, no renegar jamás por ello de ser un romanticón de tomo y lomo, irremisible, aunque cada vez -puede que ya para siempre, aunque ya saben, nunca se diga nunca jamás- acotando la cuestión en los terrenos de la teórica, pues la vida real suele ser otra cosa mucho más complicada.
El caso es que acababa de atravesar uno de mis fugaces desengaños y esta película constituyó todo un bálsamo para restaña heridas.
Esta historia de Cenicienta actualizada, con unas gotitas del Pigmalión de Bernard Shaw, me vino la mar de bien para creer, pese a todo, en algo en lo que no he dejado de hacerlo ni espero que así sea hasta el final de mis días, en el amor por encima de cualquier circunstancia o condicionante. De hecho, lo encuentre definitivamente alguna vez o no (conociéndome desde hace mucho he sido plenamente consciente de que estoy hecho para esa soledad que tanto abrazo y disfruto, la cual que se acentúa, además, dado mi inveterado e irrenunciable carácter asilvestrado), seguiré esperando hasta el fin de mis días darme de bruces con mi idealizada JENNIE o con otra Audrey terrenal que destile parecido encanto… Aunque ya saben que esto no deja de ser algo intransferiblemente personal, como la belleza, al fin y al cabo, y tantas otras cuestiones. Seguramente sin respuesta alguna, lo sé, soy plenamente consciente, pero ello nunca me frenará para que mis pensamientos, mis sueños, alcen al respecto permanentemente el vuelo.
Yendo de nuevo a lo que (me)supuso, supone “Pretty woman” creo que fue el sueño hecho celuloide de millones de espectadores y espectadoras de todo el mundo. El de ellas por la posibilidad de toparse con un rutilante, seductor y elegante Richard Gere. El de ellos exactamente por la misma razón, pero a la inversa, por ese maravilloso sonrisón de buzón de correos de Julia Roberts.
Y para colectivos más desfavorecidos o marginales reflejados en pantalla, prostitutas de celofán principalmente (téngase en cuenta que esto no va de testimonio social, please, es más bien un cuentecillo rebozado) o incluso cualquier otro de distinto corte y confección testimoniado, desde millonarios ociosos, gerentes de hoteles a esas amigas que siempre están ahí. En el fondo para cualquiera, bien puede suponer las esperanza de que sus habitualmente terribles, tristes o simplemente monótonas existencias fueran alteradas por el efecto propio de estos relatos a veces más ciertos que lo que nos rodea. Para ello resulta imprescindible aceptar la condición evasiva, pura y modélicamente escapista -el primer mandamiento de cine y literatura- de esta producción puesto que, para empaparnos de lo contrario, de realidad pura y dura, ya tenemos los informativos y los docudramas, algunos magníficos por otra parte.
Lo que ya es historia cierta es que Gere no fue la primera opción ni del director ni del estudio. Los dos primeros intérpretes que se barajaron eran igualmente de relumbrón, el malogrado Christopher Reeve (“Superman”) y Al Pacino. Para el papel de ella, las candidatas fueron numerosas, desde unas jovencitas Jennifer Connelly y Wynona Ryder, hasta unas más que consolidadas Meg Ryan y Michelle Pfeiffer, pasando por Jodie Foster, Helen Hunt, Robin Wright (con el añadido Penn en aquel momento), Daryl Hannah, Karen Allen, mi adorada Diane Lane o varias más. Sin duda, fue uno de los papeles golosina, reclamo o como prefieran denominar, de la industria de en ese momento incipiente década de los noventa.
Otro aspecto curioso, éste sí muy diáfano desde el principio, fue la elección de los imprescindibles secundarios o actores de reparto, denominación ésta instalada desde no hace tanto y que prefiero por parecerme más ajustada. Héctor Elizondo en unos breves instantes, preferentemente los concentrados en su tramo final, borda su papel de director del hotel, Bernard “Barney” Thompson, lugar en el que se cita la peculiar, bellísima y glamurosa pareja protagonista. Este neoyorquino de Harlem que hace ya un tiempo que forma parte del club de los octogenarios (86 primaveras cuando escribo esta reseña), tenía 44 cuando fue nominado al Globo de Oro por esta actuación. Por otro lado, Laura San Giacomo se muestra de lo más desenvuelta y espléndida como la mejor amiga de la citada “mujer bonita”.

Lo fundamental es que se cumplió con el cometido primero y último del Séptimo Arte, entretener, transportarnos a muchos a otra dimensión propia de una gran pantalla repleta de encanto, fascinación, emociones, diversión (tiene sus instantes graciosos, simpáticos), distracción de la buena.
Roy Orbison y el tema principal de idéntico título contribuyeron también lo suyo a otorgarle esa popularidad y aura mítica.
El muy buen director de asuntos rompecorazones Garry Marshall alcanzaría aquí uno de sus cénit creativos (y comercial, casi 500 millones de dólares recaudados, no se olvide). Siempre se caracterizó por ser un director que manejaba muy bien las historias sentimentales y a los actores que trabajaban bajo sus órdenes. Esta volvió a resultar una prueba irrefutable. Pero si desean contrastarlo con otros títulos suyos valiosos, pueden revisar “Eternamente amigas”, “El chico del Flamingo”, “Novia a la fuga”, “Frankie y Johnny”, “Noche de fin de año”, “Historias de San Valentín” o “Princesa por sorpresa”, entre otros.
Supongo que su gran habilidad fue vendernos inmejorablemente que, en el fondo, mucha gente tiene la necesidad de seguir creyendo en terrenales historias de hadas. Si a ello le añaden la parafernalia e intendencia habituales del mejor Hollywood de siempre, es posible que tengan una buena parte de la explicación de su inmarchitable éxito en su momento y aún muchos años después… y lo que te rondaré morena. Debe ser la película más emitida en las televisiones de medio mundo, y no creo exagerar ni una miajita.
Desde luego, no me importaría vivir permanentemente el Día de la Marmota levantándome de esa cama de ensueño de ese lujoso alojamiento con Roberts al lado. Claro, siempre que mis adoradas Audrey, Pier Angeli, Gene Tierney o Anouk Aimée, entre otras, no me lo tuvieran demasiado en cuenta. Al fin y al cabo, ellas nunca han dejado de constituir personajes de la más reconfortante de las ficciones… las mismas que tantas veces me han resultado más fiables que las de ahí afuera. Que se lo pregunten si no a la maravillosa Cecilia de la no menos maravillosa “La rosa púrpura de El Cairo”.
Por supuesto, España no solo no fue ninguna excepción de este verdadero fenómeno de masas, sino que fue de los países en los que tendría –y todavía tiene- más eco. Las estadísticas son contundentes, cada vez que la vuelve a emitir una cadena de televisión, generalista/pública o privada, las cifras de audiencia se disparan estratosféricamente, sin decaimiento alguno pese al transcurrir de los años, la reiteración de su programación y las opciones para verla por otros numerosos conductos, desde plataformas a descargas.
El mismo año de esta aparición no precisamente mariana, justo en vísperas del Día de los Muertos y casi de mi cumpleaños, el último día de octubre, estrenarían otro éxito comercial descomunal, “Ghost (Más allá del amor)”, otra de esos peliculones que (me) generan permanente y renovada felicidad. Fueron los dos taquillazos de aquella temporada y, además, en más de medio mundo. Pero esa es otra historia, que diría el Moustache de “Irma la dulce”.