Mi más absoluto asco, repugnancia y desprecio hacia todas las dictaduras… de extrema derecha, extrema izquierda o de lo que fueren, tanto de las blandientes de la palma abierta, del puño cerrado o igualmente de lo que fuere, encubiertas o con siglas, con uniformes verde oliva o sin ellos. En este caso me refiero a la -como todas- atroz dictadura militar brasileña. Como contraste, mi eterna incondicionalidad por mujeres, por seres humanos tan admirables y sufrientes como Eunice Facciolla Paiva, una de tantas madres coraje que en la historia han sido desde el mismísimo origen de los tiempos de nuestra jodidilla especie.
Contacté con el cine del brasileño Walter Salles, firmante de “Aún estoy aquí”, con motivo de la presentación en el Festival de San Sebastián de 1998 de su tercer largometraje, esa maravillosa historia de amistad titulada “Estación Central de Brasil”. Esa película me conmovió hasta los tuétanos, me desgarró el alma. Sin necesidad para ello de alardes innecesarios ni estridencias, apelando tan solo a los más bellos y sentidos sentimientos, expuestos de manera elegantemente conmovedora, tal como los aquí vertidos. Trata sobre una antigua maestra de escuela que se gana la vida escribiendo cartas para analfabetos, precisamente en esa estación ferroviaria de Río de Janeiro que le otorga título.

Posteriormente me confirmaría que aquello no había sido una traca puntual, una simple casualidad, sino que ratificaría su talento viendo, disfrutando de otros trabajos suyos tan notabilísimos como “Diarios de motocicleta” sobre los años mozos de un Che Guevara estudiante de medicina todavía idealista y no el matarife homófobo en el que se convertiría, o “Dark Water (La huella), insólita -o igual no tanto- propuesta viniendo de un director de calado social, un excelente “remake” estadounidense de un clásico contemporáneo del terror nipón.
Pues bien, con su última aportación vuelvo a entroncar con aquel incipiente profesional y consigue de nuevo que me invada la emoción con su precioso, tierno, duro y emotivo ejercicio de memoria histórica sobre el horror de la dictadura militar surgida en 1964 que se prolongaría hasta 1985 en un pese a ello siempre luminoso país carioca.
No me extraña que Fernando Trueba la vaya recomendando a sus amigos, pues tiene mucho que ver y bebe de la misma sustancia que su producción colombiana, penúltima hasta la fecha de su filmografía, “El olvido que seremos” (otro acertadísimo y revelador título), pero elevándola a un nivel todavía superior. En esta el protagonista era otro ser bondadoso y humanista, el médico Héctor Abad Gómez extraordinariamente interpretado -en voz y gesto- por Javier Cámara.
Con un lenguaje sencillo, asequible, cálido, directo, diáfano, de esos que tocan el corazón, sin rastro alguno de soflama, desde una verdad dolorosa y esperanzadora, sin rastro alguno de impostura, consigue estremecerme en todos los sentidos posibles este viaje lacerante, esta odisea interior, este activismo nada airado pero permanente de una hermosa, luchadora y resplandeciente mujer, esposa y madre de familia.
Por cierto, encarnada por una sensacional Fernanda Torres, más que merecidamente nominada al Oscar (y no pasaría nada de haberle sido concedido, lo hubiera aplaudido hasta con los pies, aunque la finalmente premiada Mikey Madison de “Anora” también se ha salido), hija en la vida real de la memorable protagonista de la referida “Estación…”, Fernanda Montenegro. Y que, curiosamente, encarna a su vástiga en su ancianidad. Torres tira de la manera de actuar que más me suele gustar, de no exagerar el rictus, de expresividad concisa rotunda, fabricada a base de miradas que lo dicen todo sin necesidad de enarcar cejas.
He comprobado que somos bastantes los que opinamos que tanto su interpretación, como la batuta alejada de cualquier veleidad lacrimógena de un siempre ejemplarmente sensible Salles y la propia película, desde su vitalista comienzo hasta sus títulos de crédito finales con fotos reales de los auténticos homenajeados, están impregnadas de un sentimiento que va calando sin ser conscientes, una profundidad nada inflamada, una poesía de lo cotidiano y del espanto sin afectación y una sutileza digna de los mayores elogios y la mejor de las causas posibles.

Consigue alternar un espanto apenas entrevisto, pero en todo momento presente, con el empeño de no bajar los brazos ni la fe en la esperanza y la libertad. Y hace una llamada a esa memoria citada sin restregar nada, desde el amor y el respeto a los demás, a la permanencia del recuerdo, a la confianza en que el futuro pueda deparar algo mejor, y ello pese a la crueldad de unos hechos basado en la más terrible de las realidades, lo peor que alberga el ser humano.
Desde un tono asumida y felizmente discreto y pudoroso, no falto de legítimas ambiciones, merece todos los reconocimientos habidos y por haber, nominación a los Oscar aparte.