La liturgia, la iconografía, los debates existenciales (y mundanos) en torno a la fe (y su racional reverso) y la parafernalia católica en general han proporcionado en un elevado porcentaje magníficos resultados a la gran pantalla a lo largo de estos 130 años de existencia.
Ahí están para corroborarlo producciones tan extraordinarias, cautivadoras y deslumbrantes -la que aquí me ocupa se suma en lugar destacado a todas ellas- como “El cardenal”, “Las sandalias del pescador” (salvando las distancias es con la que más podría emparentar “Cónclave”), “Las campanas de Santa María” (obra maestra como la catedral de Santiago, en pocas se han hecho mejores reflexiones sobre la educación en general), “Las llaves del reino”, “Becket”, “La misión”, “El tormento y el éxtasis”, “Hermano sol, hermana luna”, “Un hombre para la eternidad”, “Los dos papas”, “Don Camilo”, “Calvary”, “El rapto”, ”Marcelino pan y vino” (en la clásica versión del gran Ladislao Vajda), “El cardenal Richelieu” o “Hablan las campanas”. Títulos de todos los registros y concepciones (que no se diga).
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Esto, por un lado, ya de partida me parece de lo más sugestivo, precisando y añadiendo el hecho de que temáticamente aborde, ni más ni menos, que la lucha de poder dentro del colegio cardenalicio y en la organización más experta en esas cuestiones, infinitamente más que cualquier político o partido más avezado… y, más concretamente, sobre alcanzar la fumata blanca, empeño dado lo expuesto plagado de múltiples vaivenes. Por otro, aparte de la calidad de todos los elementos puestos en juego, tengo que destacar dos apartados que aquí vuelven a erigirse en determinantes, dirección e interpretación.
En el primero tenemos al timón a Edward Berger, firmante de una imprevista (por buenísima), nueva, relativamente “innovadora” (me refiero a secuencias concretas, como aquella que muestra el equipamiento de uniformes de los contendientes) y brillantísima adaptación de la antibelicista “Sin novedad en el frente”, que ya contara en 1929 -Oscar a la mejor película- con una magnífica versión dirigida por el también grande Lewis Milestone. Vuelve a hacer gala de maestría para tener pendiente en todo momento mediante una puesta en escena controladamente solemne.
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Respecto al reparto, qué decir a estas alturas de un soberbio Ralph Fiennes, aquí como ese impecable organizador, autoritario y “cavilante” cardenal Lawrence. Disfrutable, como siempre (es un valor seguro), Stanley Tucci (el calvo encubierto y bailongo de la maravillosa “¿Bailamos?”) como otro de los miembros destacados y en su caso más liberales de la Curia retratada. No quisiera olvidarme del conservador John Lithgow. Bueno, la verdad es que nadie desentona ni por asomo “sixtino”.
Dado este elenco casi exclusivamente masculino es por lo que cobra más relevancia la breve, pero sustanciosa presencia de Isabella Rossellini como la hermana Agnes, una monja que sabe más de lo que está dispuesta a reconocer. Supone un ejemplo de la subordinación de las mujeres dentro de la Iglesia Católica, algo de lo que solo pretendo en esta ocasión dejar mera constancia.
Su inicio es el punto de partida para todo el alambicado entramado que viene a continuación. El Papa ha fallecido de un ataque cardíaco repentino y hay que elegir sucesor.
Esto da pie a una reflexión -implícita o explícita- sobre el poder, la creencia, la condición humana y, algo fundamental, los cambios sociales, que si me apuran cobran todavía más dramatismo en una organización como la vaticana. De hecho, creo que en esta idea de fondo reside en gran medida o trata en buena parte esta excelente propuesta de notables diálogos (algo cada vez más infrecuente, el barullo y los monosílabos casi onomatopéyicos se van imponiendo cada vez más) y giros inesperados. Tanto el que pueda darse en nuestras propias existencias como en la de la institución más longeva (como tal existe desde la promulgación del edicto de Milán en 313) y tradicional del mundo. Y ello pese a un final aparentemente disparatado, que en absoluto a mí me lo parece y que contribuye a realzar más aún su “discurso”.
Pero por supuesto no es mi intención espantar a nadie, concluyo con las palabras de un colega, James Mottmam, que suscribo al cien por cien, “funciona como thriller y como meditación sobre el lugar de la iglesia en la sociedad”. Desde luego, el suspense funciona ejemplarmente hasta su asombroso y sorpresivo final.