Me desperté. Un pájaro me miraba desde el otro lado de la ventana. Eran las siete. A pesar de lo poco que había dormido, me encontraba completamente despierto, con ganas, no sabía exactamente de qué. Salí a desayunar, pero Almagro no se levanta tan temprano. Paseé, ahuyentando el frío de la mañana. A las ocho entré en una cafetería de la Plaza. Comí un par de tostadas, con su tomate y su aceite y le eché un vistazo a la prensa local, Lanza y La Tribuna, los mismos que me habían contado los dos crímenes. Bajo el maquillaje de los nuevos tiempos, nada parecía moverse demasiado por aquí. Las relaciones económicas y sociales permanecían esencialmente inalterables. Los gustos, adaptados a otro siglo, a otra década, se mantenían en la misma posición relativa. Curiosamente, sólo había cambio si no los comparábamos con otros, si lo hacíamos con el mismo objeto en otro tiempo. Con una referencia, que también cambiaba, todo seguía igual. Luego pensé que estaba juzgando a la ligera, que me faltaban elementos para formarme una opinión sólida, pero la sonrisa del camarero me confirmó que estaba en lo cierto.
Anduve mucho antes de llamar a Alfonso de Algo. El día acompañaba. Apareció un sol amigable, que me obligó a quitarme la chaqueta y me acompañó hasta las estribaciones de la Sierra del Moral. El niño y Morel se confundían en mis pensamientos. En el fondo, eran dos seres desamparados. El uno, perdido en el limbo, sin que lo hubiéramos bautizado todavía, sin que pudiéramos llamarlo por su nombre. El otro, un hombre apenas, con una malformación social, una tara que le impedía mantener relaciones sanas, comunes sería una palabra más adecuada. Nadie los echaba realmente en falta. Su ausencia es un número de expediente. Me escandalicé cuando llegué a la conclusión de que eran buenas víctimas para un ideal. “Es lo que ellos creen, deje de mirarse al ombligo”. Durante unos segundos, lo entendí todo, lo justifiqué todo.
Regresé a mi habitación algo asustado y muy sudado. Después de ducharme, desnudo, llamé a Alfonso. Había un punto de hilaridad en hablar con él en pelotas, un toque gamberro que me obligaba a contener la risa.
-Estaba esperando su llamada. Tengo algo para usted- dijo, queriendo sonar misterioso.
-Voy para allá.
-Espere. Mejor nos vemos a las seis. ¿Le parece bien? ¿Recuerda dónde vivo?
-Claro.
-Nos vemos entonces. Invitaré a un amigo. Es él el que puede ayudarle.
Le escuchaba, pero no me importaba demasiado lo que dijera. Estaba más pendiente de mi desnudez. Acababa de abrir la puerta de la habitación y salí al pasillo, tal y como estaba, aunque me aseguré de que no hubiera nadie. Oí un ruido y me metí corriendo.
-¿Me oye?
-A las seis. Con un amigo. En su casa.
-Eso es.
-Gracias, nos vemos allí.
Me tumbé viendo la tele, un documental sobre microbios. Una portorriqueña y un gringo se iban al Amazonas peruano para comprobar cuáles eran las bacterias, microbios y otros bichos que vivían dentro del cuerpo de los miembros de una tribu, semiaislada. La intención era compararlos con los que tenemos en las sociedades modernas. Parece que los antibióticos, las cesáreas y el jabón nos están despoblando, lo que es bueno para unas cosas y malo para otras. Las cesáreas, de lo que se entera uno. Mi cabeza, además de estar plagada de microbios, reventaba con datos como ese, peleándose por salir cuanto antes, clamando por su utilidad. Me quedé dormido y cuando me desperté eran las cuatro. En la tele había otro documental, este sobre Siberia. La pantalla estaba blanca casi todo el tiempo y no se veía nada más.
El estómago me recordó que no había comido, así que salí a la caza de un bar abierto. Encontré antes un supermercado. Compré pan, chorizo de Pamplona, un café frío y donuts, además de una botella de agua. Me lo comí todo sentado en un banco, junto a la estación de autobuses y un convento de dominicos que no pensaba visitar.
Esta vez no llegué pronto. Salió a abrirme Alfonso, que me guio de nuevo al patio interior, donde nos esperaba su amigo. Con el penúltimo sol de la tarde el ambiente era el de un invernadero, de esos en los que los detectives crían orquídeas.
-Permítame que le presente. Este es Ismael.
Le estreché la mano mecánicamente, pero no encontré la resistencia esperada. Su mano era blanda, gelatinosa. Era un hombre ya mayor. Pasaba de los setenta, pero no me atrevo a precisar más su edad. Vestía de negro, con traje limpio pero antiguo, una camisa blanca y una corbata roja, anudada perfectamente. Todo él era impecable, a pesar del aire ascético que le rodeaba. Mantenía una pelambrera fiera, como melena de león albino. Lo único que desentonaba eran las gafas de sol, viejas, estas sí, al estilo Matías Prats.
Ante nosotros, café y pastas, las mismas de mi última visita.
-Sírvase y coma, que sé que le gustaron- ordenó nuestro anfitrión.
Le obedecí.
-Pensando en su problema, decidí hablar con Ismael. No se deje engañar por su aspecto juvenil. Su edad le permite conocer a casi todo el mundo. Es como si siempre hubiera estado aquí.
-No exageres, Alfonso – interrumpió Ismael-. Es verdad que tengo ya algunos años, que nunca me he movido de la comarca y que desde hace mucho tiempo vengo interesándome por esos temas que parece que a usted también le atraen, aunque sólo sea por una cuestión práctica.
-Así está bien dicho- respondí.
-Me dijo Alfonso que está buscando a Juana Molina. ¿No es así?
-No.
-¿Cómo?- había una cierta alerta en su voz, que no se dirigía a mí, sino a Alfonso.
-Es por el tiempo. No la estoy buscando, aunque sí la estaba buscando- afirmé con una sonrisa- Digamos que mi búsqueda se ha ampliado.
-No le entiendo bien- carraspeó Alfonso- ¿Qué ha cambiado desde la última vez que nos vimos?
-No demasiado en realidad: he sustituido algunas dudas por certezas.
-Es usted demasiado críptico para un viejo como yo- intervino Ismael.
-El caso es que confundí la parte por el todo. ¿Cómo se llama esa figura retórica? Es igual. Hemos pasado de un primer plano a uno general y lo que antes ocupaba toda la pantalla está ahora en un lado. De cualquier manera, ¿puede decirme cómo dar con Juana?
-Antes de responderle- aseguró pesadamente Ismael- necesito que me responda usted a una pregunta y atienda una advertencia.
-Usted dirá.
-¿Qué ve ahora en esa pantalla suya?
-A Juana. Está rodeada de gente. Creo contar doce. En el centro hay un hombre, Samael, que lleva en su mano una serpiente.
-Suficiente- cortó Ismael- Imagino que la advertencia está, entonces, de más.
Cogí otra pasta. No podía evitarlo. Decidí no contestar.
-Hay puertas que, si se abren, se cierran a nuestro paso y no se puede dar marcha atrás. Hay lugares en los que si se entra, no se puede salir. Ha estado usted mirando a través de la gatera. Si quiere pasar, cosa que no le aconsejo, quizás podría hablar con un amigo. A partir de ese momento, dejo de tener control. No puedo decirle qué ocurrirá.
Alfonso me miraba, en tensión. Yo masticaba la pasta. Quizás mis interlocutores pensaran que pretendía crear un momento de tensión o que no sabía qué decir, pero estaba tratando de tragar para no parecer maleducado.
-¿Y usted?
-¿Yo?
-Si, ¿sigue mirando desde la gatera, curioseando, viendo lo que pasa al otro lado o ya ha traspasado esa puerta?
Ismael estalló en una carcajada salvaje, que hizo huir el último rayo de sol que se había refugiado en un rincón. Cuando terminó, se quitó las gafas y casi gritó:
-Yo nunca veo lo que usted.
Y sonó una réplica del terremoto acústico anterior. Vi dos ojos glaucos, sin vida, y me aparté de un salto, casi con repugnancia. Cuando conseguí reaccionar farfullé un “lo siento, no sabía que era usted ciego”, lo que provocó una nueva oleada de risas de Ismael, a la que se sumó Alfonso y, finalmente, yo mismo. El escándalo era tal que acudió la mujer de nuestro anfitrión, alarmada.
-No pasa nada, nada- dijo a duras penas Alfonso- una tontería.
Y su mujer regresó a su cueva, renegando, arrastrando unas zapatillas azules.
Las risas pusieron el punto final a un encuentro extraño. Antes de despedirse, Ismael me dijo: “Le llamo esta semana”. Como si yo supiera cuál era esta semana, le estreché la mano, esa mano fría, floja, flácida. Alfonso me acompañó a la puerta, afable, dicharachero.
-Se me ha olvidado traerle su libro- me disculpé.
-No se preocupé: es un regalo- afirmó, dándome unas palmaditas en el hombro-. ¿Qué le ha parecido? ¿Ilustrativo?
-Ha sido de mucha ayuda.
-Cuando las cosas no se ven bien desde un sitio, a veces es suficiente con cambiar de posición, ¿no cree?
-Supongo que tiene usted razón. Bueno, nos vemos.
-Ismael le llamará pronto. Hasta luego.