- Beba- me dijo mientras servía.
- Beba.
Confuso y alegre, dejé la casa de Alfonso en busca de mi coche, no muy seguro de dónde lo había aparcado. Por la calle perpendicular a la que transitaba, cruzó una sombra, delgada. Corrí, con la terrible sospecha sonando en mis bolsillos de que, una vez más, era Juana. Quizás era un rayo de luna, porque no encontré a nadie cuando llegué a la esquina.
De regreso a Almagro, inquieto, detuve el coche en el arcén de una carretera por la que sólo casualmente pasaba otro vehículo. A derecha e izquierda, viñedos que empezaban a abandonar su tenebroso aspecto invernal, cargados ya de pámpanos, prometiendo racimos prietos, olorosos, preludio de mostos dulces, prólogo de vinos jóvenes. Anduve unos metros, me interné en el bosque de vides. Me tumbé en aquella tierra roja a la que la noche le había robado el color, mirando una luna gorda. Me dejé invadir por los olores, traspasar por la brisa, acomodé en todos los rincones de mi cuerpo el fresco y perdí la personalidad que me acompañaba.
No sé cuánto tiempo estuve allí, pero debieron de ser horas. Cuando me incorporé, me dolía la espalda y por la carretera no pasaba nadie. En veinticinco minutos estaba durmiendo, tranquilamente, en mi cama.
A la mañana siguiente, pagué lo que debía hasta entonces en el hotel y les dije que seguiría allí alojado unos días más. No sé muy bien cómo clasificar la cara que me puso la recepcionista. Con urgencia, empecé a escribir esta relación, incluyendo sólo los datos esenciales para entender los hechos. Escribir llenó la espera, habitada por incertidumbres. La tentación de desaparecer, de coger mis cosas y regresar a Madrid, se había esfumado. Pasaron los días, entre letras y caminatas. Recibí llamadas de Rosendo que no contesté. Un día, Santiago también telefoneó. Se había enfangado en la revisión de los expedientes de los niños desaparecidos en la provincia los cinco años anteriores al primer asesinato. Estaba sorprendido por el elevado número y la deficiente organización de la información. Me habló de un tercer asesinato, quizás relacionado, quizás no. Me explicó que, efectivamente, Juana Molina Cuadros figuraba, como defendía su madre, en la relación de españoles de la embajada de México, que se había puesto en contacto con el personal de la misma y esperaba noticias suyas pronto.
Cuando colgué, admiré, de una manera lejana, desapegada, el enorme trabajo de aquel hombre, su despliegue de energía, su tranquilo tesón, su capacidad para implicarse en asuntos que, en realidad, sólo concernían a otros, entre los que me contaba yo mismo, aunque no supiera muy bien el motivo.
Recuerdo aquellos días como una tregua entre tormentas, un armisticio tambaleante. Cada vez que me tomaba un respiro y salía a pasear, escudriñaba el horizonte, a la caza de Juana, con la que soñaba, sin conocerla, todas las noches. Estuve a punto de llamar a Alfonso de Algo varias veces, pero me rendí siempre antes de marcar. Estaba tan abocado a un futuro irremediable que me sentía como en la sala de espera del dentista, cuando has renunciado ya a salir corriendo y sólo te queda confiar en ese individuo vestido con bata y en esos aparatos que se esconden en otra habitación.
No recibí nunca la llamada de Alfonso. En cambio, un día me esperaba en la recepción un sobre, nacarado, con mi nombre escrito con una caligrafía decimonónica. O al menos antigua, de otros tiempos, de otras gentes, de personas que usaban bastón, esnifaban rapé y creían que todo era posible.
“23:30 en mi casa”. Eso era todo lo que contenía al sobre, que me eché al bolsillo del pantalón.
En un estanco en el que reinaba una dependienta demasiado mayor, despistada, compré un paquete de Camel. El tiempo no pasaba en el reloj de mi móvil, así que me senté en un banco frente al del Ayuntamiento, en aquella plaza que parece un inmenso pasillo. Compré, también, un pequeño espejo, una navaja y una botella de agua, todo pequeño, para que me cupiera en los bolsillos. Me sentí ridículo e importante. Eché de menos a las gentes con las que había compartido retazos de mi vida y a aquellos con los que no tuve el tiempo o la suerte o las ganas de hacerlo. Me sentí enorme y minúsculo.
No probé bocado en todo el día. Destruí cada minuto con mis pasos sobre las calles, sobre los caminos rojos. Cuando cayó la noche, me refugié en mi habitación, derroché cerca de una hora en el baño, revolví en mi maleta y no encontré nada apropiado. Asomado a la ventana, abrí mucho la boca, pero el viento me rehuía.
Llamé al timbre de la casa de Alfonso quince minutos antes de lo acordado. Me abrió su mujer. Sin decirme nada, sin mirarme siquiera, me abandonó en una sala oscura, en la que sólo una lámpara de pie permitía identificar lo que había a su alrededor. Como una polilla, revoloteé por allí. El tiempo remoloneaba entre los muebles de la estancia. La casa ardía con ruidos casi imperceptibles: crujidos mínimos, tejidos que fruncían su ceño, animales desconocidos que vivían ignorantes de su efecto, bisbeos, pasos y pasos y pasos y pasos y … la puerta que grita, Alfonso, avasallador, en traje y corbata, me tomó de la mano, arrastrándome a un salón algo mayor, tenuemente iluminado también. Nos esperaban dos copas y un escanciador.
Apuré mi copa de un trago. Era vino, rancio y con un sabor metálico al final. Alfonso me sirvió otra vez y con un gesto me urgió a beber de nuevo. Sin dirigirme la palabra, salió de la habitación y yo le seguí hasta el exterior. Mi sentido de la orientación no nos sacaría, ni a él ni a mí, de ningún aprieto, pero pronto entendí que andábamos al azar, con la intención de confundirme. Al cabo de un rato, Daimiel, oscuro, vacío, era un laberinto y yo vigilaba, alerta, esperando a cada paso la irrupción del Minotauro. Me quemaba la cabeza y mis manos estaban congeladas. Poco después, desparecieron las líneas rectas. Los edificios se inclinaban a nuestro paso, perfilando pasillos, por los que a duras penas pasábamos. Según avanzábamos me reconocí en mis sueños juveniles, junto a Nosferatu o el vampiro de Dusseldorf. Entendí entonces que todo lo que había escrito hasta ese momento, todos mis guiones, convertidos en imágenes o no, exitosos o desastrosos, todos eran una copia de Murnau y Fritz Lang, que nada original podía esperarse de mí. Me angustié con su influencia hasta el punto de no saber cómo habíamos entrado en una casa. Recorríamos un corredor estrecho por el que desembocamos a un enorme patio. En una esquina del mismo, una especia de caseta de aperos a la que nos dirigimos. Alfonso sacó una llave que se me antojó diminuta y me franqueó el paso. Un taburete pegado al único ventanuco de la caseta y una mesa con otra copa eran los únicos muebles que vestían aquel espacio.
Obedecí otra vez, sin oponer ninguna resistencia, sin imaginar siquiera que tal cosa pudiera hacerse. Seguí la mirada de Alfonso hasta el taburete y me senté. Salió mi acompañante y cerró tras él. En mi boca, el sabor a regaliz me golpeaba. Estaba paralizado. Notaba cómo mis párpados desaparecían y aquel mundo penumbroso que se asomaba a la ventana se me venía encima, oblicuo, titubeante. Un olor tan dulce que provocaba nauseas estalló de repente y empecé a escuchar un cántico rutinario y repetitivo, un himno que era un umbral, un metódico y mecánico mantra.