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20 abril 2024
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Creer. Capítulo I

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“Emprendí una de mis habituales cacerías por las estanterías de mi casa, en busca de algo que releer” / Clara Manzano
Francisco J. Otero / CIUDAD REAL
El prestigio no da de comer, pero multiplica las ofertas de trabajo. Por aquel 1999 se prodigaron las buenas, las extravagantes, las bien pagadas, las inocentes, las ridículas, las desconcertantes, las irrechazables y las arrabaleras. Le dije que sí a todas las que pude, porque el éxito es ligero de piernas y conviene llenarse los bolsillos si te lo cruzas

Hubo un tiempo en el que mi prestigio no fue pequeño. Acababan de estrenarse El otro lado y La Sombra. Por esas cosas del cine, cuyo ritmo es imprevisible, los dos guiones, que en mi mente habían nacido separados por un intervalo de más de cinco años, coincidieron en la cartelera y ambos se perfilaban para un Goya que acabó en las manos de un compañero al que le reconozco el oficio, pero no el talento. Ciertamente, esto no es otra cosa que un desahogo sin relación alguna con lo que sigue, unas pocas líneas de esas que acaban en el cubo de la basura, porque “lo que no sirve a la historia, sobra”, máxima mil veces repetida que, de seguirse fielmente, dejaría las películas en los huesos. De cualquier manera, trataré de que no se repita, porque no sé de cuánto tiempo dispongo.

El prestigio no da de comer, pero multiplica las ofertas de trabajo. Por aquel 1999 se prodigaron las buenas, las extravagantes, las bien pagadas, las inocentes, las ridículas, las desconcertantes, las irrechazables y las arrabaleras. Le dije que sí a todas las que pude, porque el éxito es ligero de piernas y conviene llenarse los bolsillos si te lo cruzas.

Atareado en imaginar romances, descuartizar monjes, atracar bancos, soportar infidelidades y cosas así, arrinconé los proyectos que me parecieron menos solventes, esos que huelen a impagos, a cines vacíos, con dos o tres parejas de raritos muy atentos y algún crítico peñazo, que cita a Kierkegaard siempre que escribe de una de vaqueros.
Entre ellos, sin duda, el más descabellado llegó en un sobre que no cabía en el buzón y que me entregó el cartero en mano. Lo recuerdo perfectamente porque el prestigio atrae a las mujeres, y aquella mañana el timbre agostó un amor incipiente que no se recuperó ya.

El prestigio dura lo que dura la suerte. Cuando esta cambia, estás acabado. No me quejo, pues si un día las salas se llenaron fue, también, cuestión de fortuna; así que cuando dos o tres pelis seguidas acabaron arruinando a José Félix, productor obcecado con apostar siempre al mismo número, me abracé de nuevo al mal fario, como quien recupera una vieja amistad.

La falta de prestigio te quita tranquilidad económica y te regala tiempo. Yo lo relleno de letras: leo y escribo, esbozo más bien, por si en una de esas vueltas de tuerca, el destino, que hay quien escribe con mayúsculas, me coloca cara a cara con el éxito de nuevo y puedo vender lo imaginado.

Una tarde cenicienta de una primavera incipiente, en la que el desasosiego trepaba ya por mi pierna derecha, emprendí una de mis habituales cacerías por las estanterías de mi casa, en busca de algo que releer. Reparé en aquel sobre ya ajado, que había dormido encima de Faulkner y García Hortelano unos cuantos años. Lo recuperé casi con urgencia, como si hubiera encontrado una pepita en mi batea. Hice cálculos. Más de una década allí, esperando. Recordé. Había una carta, un nombre y una confusa explicación.

Augusto Morel era el nombre. Di con la carta después de vaciar todo el sobre, como siempre me pasa. Con una prosa almibarada, entre barroca y rococó, más bien cursi o franquista, el tal Morel me informaba de que me enviaba el material del que habíamos hablado para armar el puzle del guión que a él se le resistía y me rogaba que lo llamara, cuando lo hubiera leído, a un número de teléfono con una absurda cantidad de ochos.

El prestigio te invita a innumerables fiestas. Mi timidez me lleva a beber en exceso. Una excusa como otra cualquiera, pero es la mía y le tengo cariño. En uno de aquellos saraos recuerdo verle aparecer entre las brumas del alcohol. Se me antoja pensarle con un sombrero, bajo y de ala muy ancha, negro, como el resto de su vestuario, excepto una camisa blanca. Le veo pálido y con una corbata de cordones, pero es evidente que esta imagen no debe de ajustarse mucho a la real. En mi recuerdo habla de cine, incansablemente, quizás de películas de terror, no sé. Y me coge del brazo, suave pero firmemente, impidiéndome huir. Si me pidió que le ayudara con un guión, lo he olvidado.

La mala conciencia me acompañó cuando revisé lo que me había mandado. Por supuesto, nunca le llamé. En la cima de mi miseria, eché un vistazo a su carta y al resto de documentos y los puse a descansar por si encontraba un hueco en una agenda muy apretada. Me queda el consuelo de que no lo dejé en mal sitio.

 

                                                                                                          ***

Fue una decisión aventurada la de retomar lo que no había llegado a empezar, pero no tenía mucho más que hacer. Despreocupado al principio, interesado después, fascinado cuando hacía rato que la noche le había hecho el relevo a la tarde, vi aparecer la historia delante de mí. Había, es verdad, que organizarla, crear un personaje que sirviera como hilo conductor, hacer hincapié, sin que se notara en exceso, en aquellos aspectos más propicios para exacerbar las emociones… en fin, poner a prueba mi capacidad artesanal, poco más.

A la mañana siguiente me desperté con ganas de empezar. Tomé apenas un café, como en los buenos tiempos, y me senté delante del ordenador, con un esquema que había esbozado el día anterior. Estuve cerca de tres horas escribiendo, borrando, imprimiendo. Todo para terminar reconociendo que no estaba en vena.

A pesar de que llovía, salí a dar un paseo. Me había comprado un abrigo para escalar el Everest, al menos eso ponía en la etiqueta, así que supuse que sería capaz de protegerme de un poco de lluvia. Con el agua corriéndome por la nariz, me convencí, sin apenas discutir, de que lo que me faltaba era el escenario. Necesitaba tocar, oler, patear los lugares en los que todo había sucedido. En Madrid, bien entrado el siglo XXI, era inimaginable un crimen como aquel. Me hacía falta el color local.

Con la decisión tomada, hice mi maleta, lo que no me lleva más de quince minutos. Como estaba ansioso pero no quería viajar con ese tiempo, me abrí una lata de fabada y dos de cerveza, que es el menú adecuado para cualquier guionista que se precie.

Salí al día siguiente y me sorprendió no tardar hasta Daimiel más que un par de horas. Para entonces tenía ya casi decidido que la peli tenía que comenzar con unos niños en bici, rollo Stephen King o Spielberg, encontrando el cadáver. En realidad, lo halló un pastor, entre Almagro y Daimiel, pero los críos le daban un toque inocente que no aporta ningún pastor, por mucho que se empeñen los acólitos de Miguel Hernández.

No paré siquiera en Daimiel y continué hasta La Tablas, que recordaba de manera muy imprecisa. Lucía un sol limpio, pero dando una vuelta por aquellas lagunas, que son más bien enormes charcos, no tuve ninguna dificultad para ver una tormenta y una mano flotando que va a encontrarse con la cámara en un inquietante travelling. Descarté la idea, porque eso habría sido otra película.

En el Centro de Interpretación me dijeron que no habría ningún problema para encontrar alojamiento en Daimiel o en Almagro. Recordé, en el segundo, noches de gin tonics en julio, en el Festival de Teatro Clásico, sudando alrededor de actores vestidos de lino blanco, y me dirigí hacia allí. Me quedé en una maravillosa casa rural, un hotel más bien, algo cara para mis posibilidades actuales, vacía, como corresponde a un martes de marzo.

Me eché a dormir sin comer y cuando salí ya había anochecido y llovía. Entre charcos, alcancé la Plaza Mayor. Por el camino vi leones rampantes, dragones y flores de lis. Los blasones renacentistas se agazapaban en las blancas fachadas, manchadas de regueros de agua, mientras gárgolas de bocas sin fondo escupían lo que tragaban. Sin duda, tenía el ánimo intranquilo, pues mientras comía un bocadillo no dejaba de pensar en la vida de las monjas del convento de la Merced o de la Santa algo, mi memoria para las cosas de dios es un cubo con agujeros, con el que me topé nada más salir de la casa rural, enclaustradas, que para mí es como emparedadas, dispuestas a creer lo que fuera por salvarse.

Tras el bocadillo, me bebí el recordado gin tonic, que fueron luego dos, en un bar de estilo moderno, que escondía un restaurante con buena pinta en su interior. En la carta, grandes raciones de carne se suponía que tentaban por su suculencia, pero me resultaron sangrientas. Junto a mí, una pareja, mucho más joven que yo, discutía ante la mirada de un niño, de apenas unos meses. El hermano de él era el objeto de la riña. Sentí una insoportable vaharada de rutina, un aburrimiento extremo que casi me hace vomitar.

Por suerte, la pareja recogió sus cosas para marcharse, sin haber solucionado sus problemas, por supuesto. Al pasar a mi lado, del cochecito del niño cayó algo. Recogí una medallita, con una preciosa cruz de Calatrava grabada, rodeada de abalorios que no tuve tiempo de distinguir antes de que la madre la recuperara sin darme las gracias, con una mirada fiera, como si fuera su cuñado.

-Para el mal de ojo- me dijo el camarero.

Le pedí otro gin tonic, el último me prometí. Saqué un cuaderno y empecé a darle forma a mi guión. Había sido un acierto el viaje. Después de un sueño intranquilo, plagado de fantasmas presentidos pero no recordados, exploré los alrededores de Almagro: caminos rojos, pequeñas lomas, arroyos minúsculos cruzando veredas, olivos pelados, vides secas cuyas ramas se tendían como brazos amenazantes, tractores que alguna vez fueron verdes…
Archivé lo que pude en la memoria, recogí mis cosas, regresé a Madrid y escribí, ahora sí, el comienzo de la historia, de un tirón, sin poner atención en cuestiones técnicas, sino solo a las sensaciones que quería transmitir.

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