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La ilustración contra los gitanos. El informe del fiscal Campomanes, año 1763

Campomanes / Lanza
Campomanes / Lanza
Ángel Hernández Sobrino
Los ilustrados pretendieron cambiar el modo tradicional de vida de los gitanos

    La Real Orden de 16 de junio de 1763 decretó que todos los gitanos que se hallaban en los arsenales de los tres departamentos de Marina (La Carraca, Cartagena y Ferrol) se pusieran en libertad. Además, en dicha Real Orden se encargó al Consejo de Castilla que prefijara los domicilios donde los gitanos habían de residir bajo las leyes de la Pragmática de 1746. En dicha Pragmática se aumentaba el número de ciudades y villas en las que los gitanos debían residir y las reglas para su distribución y empadronamiento dentro de las mismas, de manera que no pudieran habitar juntos en el mismo barrio y que abandonaran su traje y su lengua. Por otra parte, deberían ejercer un trabajo lícito y pagar los impuestos como los demás vecinos.

    La Real Provisión de 1746 fracasó y el 30 de julio de 1749 se llevó a cabo una terrible redada en toda España, sin distinción de hombres, mujeres, ancianos y niños. Miles de gitanos varones fueron condenados a cuatro años de trabajo forzado en los arsenales militares y algunos en las minas de Almadén, mientras que las gitanas con sus hijos pequeños fueron recluidas en depósitos de mujeres donde languidecieron sin esperanza. Pasados los cuatro años de castigo, los gitanos no fueron puestos en libertad, sino que se les aplicó la retención, una figura jurídica por la que los reos debían permanecer cautivos sine die. La crueldad llegó tan lejos que en 1757 se les prohibió incluso solicitar el indulto, aunque este venía siendo negado reiteradamente.

    Cuando Carlos III decidió por fin su libertad en 1763, el gobernador del Consejo de Castilla ordenó a Pedro Rodríguez de Campomanes, fiscal de dicho Consejo, que informara al respecto de las medidas que se habían de tomar para llevar a cabo la Real Orden. Parece razonable pensar que, en plena Ilustración, los gitanos no serían tratados como lo habían sido los judíos, los protestantes y los moriscos en siglos anteriores, cuando reinaban los Austrias, pero justamente ocurrió lo contrario. Los ilustrados pretendieron cambiar el modo tradicional de vida de los gitanos, quienes querían seguir viviendo como lo habían hecho siempre, lo que no era compatible con los principios de la sociedad ilustrada, en la que todo debía estar perfectamente ordenado.

    Los gitanos españoles en la época de los Austrias

    El 29 de octubre de 1763, Campomanes remitió su informe de 62 folios manuscritos, por el anverso y el reverso, al gobernador del Consejo de Castilla, de los que 48 están dedicados a contar la historia de los gitanos en España desde la época de los Reyes Católicos. Fue por entonces cuando, según Campomanes, se tomaron las primeras Providencias “… para reducir a una vida cristiana y política a la clase de vagantes conocidos con el nombre de castellanos nuevos y más comúnmente con el de gitanos».

    Sobre el origen de los gitanos, Sebastián de Covarrubias opinaba en su diccionario de mediados del XVII «que estos vagantes son esclavones y que vivían en los confines del imperio de los turcos y reino de Hungría y que la lengua que hablan tira a esclavona». Otra versión de su origen, que Campomanes creía más cierta, es que los gitanos eran de ascendencia judía y que en el siglo XIV se retiraron por temor a los bosques de Bohemia, donde se habían concentrado. Durante el siglo XV empezaron a derramarse por toda Europa, alcanzando también a España, «… donde se dieron a conocer por sus latrocinios, estafas y supersticiones… de manera que en el año 1499 fue preciso publicar contra sus delitos, imposturas y vida vagante, rigurosas leyes».

    En la Pragmática de Medina del Campo de 1499 se les dio a los gitanos la opción de salir de los reinos de España en sesenta días o de elegir un pueblo determinado donde vivir, «… dedicándose al trabajo o a servir con amo, sin andar juntos ni vagar en adelante, como lo hacían entonces impune y libremente. La pena de los contraventores fue por la primera vez, cien azotes y destierro perpetuo del Reino; por la segunda, que les cortasen las orejas y pusiesen sesenta días a la cadena, y se les volviese a desterrar; por la tercera y última, que quedasen cautivos o esclavos de los que les encontrasen, por toda su vida». Carlos I renovó esta Pragmática, a instancia de las Cortes de Toledo, en 1525, en 1534 y en 1539, «… mandando que los gitanos que fuesen hallados, siendo varón, sin oficio o sin vivir con amo, de edad de 20 hasta 50 años, fuesen enviados a galeras a servir al remo por seis años»  

    Castilla no fue el único reino en el que se promulgaron leyes contra los gitanos, pues también lo hizo el emperador Maximiliano de Austria, acusándoles de provocar gravísimos daños en los pueblos por donde transitaban. Carlos V, su sucesor en la corona imperial, también legisló contra ellos y en la Dieta de Augsburgo, año 1530, les acusó de ser «… ladrones manifiestos y espías perjudiciales…» y les mandó desterrar de toda Alemania. Varios jurisconsultos germanos de la época dedicaron una retahíla de acusaciones a los gitanos: carecientes enteramente de verdadera piedad y religión, incorregibles y dados al ocio, cuadrilla de ladrones, sentina de hombres pésimos, etc.

    En 1560, Felipe II ordenó publicar en Toledo una nueva pragmática en la que se insistía en la persecución de los gitanos y gitanas «… que andan vagando por estos nuestros reinos, hurtando y robando por los lugares…». Además, «… extendió la pena a los que sin ser gitanos, anduviesen en su hábito o traje, para que se les impusiese la de azotes». En 1586, Felipe II mandó también que los gitanos fijasen domicilio y «… que ninguno de ellos pueda vender cosa alguna, así en las ferias como fuera de ellas, si no fuere con testimonio firmado de escribano público».

    Cuando el juez visitador Mateo Alemán llegó a Almadén a comienzos de 1593 para averiguar si los forzados condenados a los trabajos mineros recibían un trato digno de seres humanos, encontró en la Real Cárcel dos gitanos. Uno de ellos era Luis de Malea, a quien la justicia de la villa de Siruela (Badajoz) había sentenciado a cuatro años a la mina por ciertos hurtos. El otro era Francisco Téllez, natural de Málaga, quien dijo que fue condenado por hurtar dos borricas. En su sentencia se explicitaba que él y otros gitanos fueron condenados a doscientos azotes y seis años de galeras, a cumplir en la mina de azogue, por ladrones.

    En 1611 fue Felipe III, a consulta del Consejo, quien ordenó que los gitanos no podían ejercer otros oficios que los tocantes a la labranza y cultura de la tierra bajo pena de azotes y galeras para los menores de cincuenta años, mientras que los mayores de esa edad serían desterrados del reino. En 1619, Felipe III publicó una nueva pragmática a solicitud de las Cortes de Castilla, ordenando que los gitanos saliesen del reino antes de seis meses e imponiendo la pena de muerte a los que volviesen. Los que quisieran quedarse se tenían que avecindar en pueblos de más de mil vecinos y no podrían usar traje ni nombre ni su propia lengua para que «… quede perpetuamente este nombre y uso confundido y olvidado».

    Su heredero, Felipe IV, reconoció que todas las leyes contra los gitanos publicadas desde 1499 habían resultado inútiles, pero pese a ello publicó en 1633 otra pragmática en la que se proscribía de nuevo traje, lengua y costumbres gitanas, y se ordenaba que «… no anden en ferias, sino que hablen y vistan como los demás vecinos de estos reinos, y se ocupen en los mismos oficios y ministerios, de modo que no haya diferencia de unos a otros». La pena para los transgresores era de doscientos azotes y seis años de galeras para los hombres, y destierro del reino para las mujeres.

    En la misma pragmática se refiere «… que muchos gitanos andan en cuadrillas por diferentes partes del reino, robando en despoblado e invadiendo algunos lugares pequeños con gran temor y peligro de los habitadores…», por lo que no es de extrañar que más de una veintena de ellos fueran condenados durante su reinado a la mina de Almadén, castigo sustitutorio de las galeras. Las penas oscilaban entre los cuatro y diez años según la gravedad del delito y de la justicia del lugar, así que una misma infracción, robos en el campo o andar por despoblados, podía costar al transgresor cuatro o diez años de reclusión. Este fue el caso de Juan Galán, año 1651, y Domingo de Santanés, año 1656. Ambos tenían solo catorce años, pero mientras que el primero fue condenado a cuatro años de minas prorrogables, el segundo solo fue desterrado a perpetuidad.

    El último de los Austrias, Carlos II, publicó también una pragmática en 1692, «… encargando «… que vos las dichas justicias les visitéis sus casas de ordinario, y hallándoles en ellas bocas de fuego o encontrándoles con ellas en los caminos o en cualquier otra parte, los prendáis y por el mismo hecho los enviéis a las dichas galeras, en las cuales nos sirvan por tiempo de ocho años». Otra nueva pragmática de 1695 señaló los pueblos donde debían avecindarse los gitanos, siempre mayores de 200 vecinos, quitándoles el arbitrio de elegirlos ellos.             

    La monarquía borbónica y los gitanos

    A principios del siglo XVIII ocurrió en España el cambio de la monarquía de los Austrias a la de los Borbones, pero el problema gitano siguió latente, si bien una parte de ellos se había hecho sedentaria en ciudades como Sevilla o Jerez. En ciertos barrios, como el de Triana en Sevilla, los gitanos fabricaban enseres y herramientas que vendían a sus vecinos, si bien es cierto que otros seguían en los caminos, ejerciendo de herradores, esquiladores y tratantes de ganado. A estos se unían en ocasiones algunos vagantes, quienes no eran de raza gitana, pero a quienes les gustaba vivir en libertad y recorrer los campos con aquellos. El término utilizado para ellos era el de vagamundos, que luego degeneró en vagabundos.

    En 1707 se reconoció que Madrid estaba inundado de gitanos, así que Felipe V dictó una providencia para echarlos de la Corte. En 1727 se volvió a ordenar lo mismo, «… de manera que la misma Corte del Rey no estaba segura de tan perniciosa gente ni tenían en el centro de la Monarquía su debida ejecución las pragmáticas». El derecho de asilo en las iglesias era uno de los mayores impedimentos para su detención, por lo que los gitanos se arrimaban a los templos en cuanto veían en peligro su integridad. Por ello, Felipe V ordenó en 1721 que la Junta examinara si los gitanos tenían derecho al asilo en lugares sagrados, pues «… aunque traen el nombre de cristianos, se ignora la religión que profesan».

    Puestos esos hechos en conocimiento de Roma en 1723, «… no obraron efecto en aquella Curia en todo el reinado del Señor Felipe V, a pesar de la justicia con que se solicitaba una declaración…», por lo que se hubo de recurrir a una nueva Pragmática en 1738, la cual tampoco consiguió el efecto deseado, ya que el abrigo del asilo siguió sirviendo de escudo a los gitanos. No obstante, a finales del reinado de Felipe V se notó un incremento en la detención y encarcelamiento de gitanos, y dieciséis de ellos fueron enviados a Almadén entre 1737 y 1745. La mayoría de ellos vino condenada a cuatro años de minas, pena similar a la impuesta a los vagabundos, y a los que llegaron sentenciados a seis u ocho años de galeras, su condena se redujo a la mitad de tiempo porque por entonces aquellas ya no eran tan necesarias al mejorar la seguridad en el Mediterráneo.

    Un cambio radical de las circunstancias sucedió a finales de 1745, cuando un grupo de cuarenta y un gitanos procedentes del Puerto de Santa María llegaron a Almadén condenados por el gobernador de dicha ciudad a cuatro años de minas. Lo peor de todo fue que cuando llegó el momento de ponerlos en libertad, se les aplicó la retención y continuaron encarcelados catorce años más, hasta que Carlos III ordenó su indulto en 1763, de manera que veinte de ellos murieron antes de alcanzar la libertad.

    En 1746 comenzó el reinado de Fernando VI y el Consejo libró una nueva Provisión para que los gitanos se avecindasen, se dedicasen a cultivar los campos y cesasen en sus robos. Tampoco esta medida tuvo el efecto deseado, así que en 1748, el obispo de Oviedo y gobernador del Consejo propuso al rey dos providencias alternativas:

    1. «La primera que se desterrase a todos los gitanos de España, con término limitado para salir de ella y con pena de la vida al que se encontrare…».
    2. «Que si pareciere dura esta providencia, se podría tomar otra más suave para extinguir a los gitanos, que se reducía a formar tres casas: una para la Andalucía, otra para Extremadura, Mancha y Murcia, y la tercera para Castilla y Reinos de la Corona de Aragón…».

    La idea de la segunda propuesta era que los gitanos no pudieran procrear, de manera que todas las mujeres con sus hijos menores de doce años fuesen recogidas en ellas. Allí trabajarían hilando para ganarse su sustento y vestuario. Mientras tanto, los muchachos de doce a quince años se aplicarían a oficios útiles a la República o en los navíos de la Armada. Por su parte, los mayores de quince años y menores de cincuenta se enviarían a las atarazanas o a los regimientos fijos de los presidios africanos, como los de Ceuta u Orán. Por último, los mayores de cincuenta años residirían en determinadas ciudades o pueblos grandes, aplicados a los trabajos que se les señalasen hasta que no pudieran mantenerse con sus propias manos, cuando serían enviados a hospitales y casas de misericordia para que se les asistiese y muriesen cristianamente.

    En lo que toca a la inmunidad eclesiástica de los gitanos acogidos a lugares sagrados, también hubo novedades en 1748, pues por fin el Papa autorizó a que «… la Justicia Real, constándoles ser gitanos o reos contumaces que del Sagrado salen a delinquir, pudiesen extraerles de él y trasladarlos a cualesquiera iglesias de los presidios de África o de otra cualquier parte». Solventado también este problema que había dado origen a largos litigios de inmunidad, comenzaron los planes secretos para llevar a cabo lo que se ha dado en llamar la gran redada: el 28 de junio de 1749 se dieron instrucciones a corregidores y justicias para prender a las familias gitanas y el 28 de julio de dicho año se dieron instrucciones a los jefes militares para que ayudasen en la recogida de gitanos.

    La terrible redada fue llevada a cabo el 30 de julio de 1749 y se ejecutó sin excepción de personas, lo que dio lugar a la prisión simultánea de unos doce mil gitanos, fueran hombres, mujeres, niños o ancianos. Los gitanos en edad de trabajar fueron destinados a «… los puertos de la costa donde hubiese guarniciones y cuarteles para recogerse, empleándose en limpiar los puertos, formar los muelles, reparar fortificaciones, hacer calzadas, componer y allanar caminos o limpiar calles». Es bien cierto que a los pocos días se pusieron en libertad a muchos gitanos que se consideraron inocentes de cualquier cargo y que también, más adelante, se soltaron a otros, quienes «… detenidos en depósitos, han sido onerosos a la Real Hacienda, por no habérseles dado trabajo en que ocuparse…».

    Algunos de los gitanos que se consideraron innecesarios en el arsenal de Cartagena fueron enviados a Almadén en 1749, donde no tuvieron buen comportamiento, participando en diversas fugas, agresiones a los vigilantes y peleas con otros forzados. Esta actitud condujo a que Francisco Javier de Villegas, superintendente de las minas, autorizara a los oficiales de minas a llevar armas de fuego. Además, Villegas llegó a pedir al marqués de la Ensenada en 1750 autorización para imponerles la pena capital, pues «… están persuadidos que no se les puede imponer la pena de muerte por la fuga, aunque sea con quebrantamiento de cadenas y se les ha tolerado la sublevación que hicieron en la cárcel en 1749, negándose a recibir el sacramento de la Penitencia y otros excesos…».

    El informe de Campomanes de 1763

    A lo largo de la década de 1750 se produjeron numerosas súplicas y peticiones de indulto, tanto de las gitanas acogidas en las diversas Casas de Misericordia como de los gitanos que permanecían en los arsenales militares de Cartagena, La Carraca y Ferrol. Ya en 1754, el duque de Caylus, capitán general de Valencia, había sugerido liberar a todos los gitanos retenidos o, en caso contrario, enviarlos a América, pues suponía un elevado coste para las arcas del Estado la manutención de tanta gente. Todo parecía indicar que el cautiverio tenía los días contados, pero por el fallecimiento de Fernando VI en 1759 hubo de retrasarse el indulto.

    Entronizado Carlos III, el monarca estableció consultas en 1761 con los capitanes generales de Aragón y Cataluña, quienes coincidieron que la liberación de las gitanas (no había gitanos presos en sus dos regiones) suponía un gran riesgo de infectar «nuevamente el país con torpezas, robos y otros delitos». Por ello, Carlos III encargó al Consejo de Castilla que informara sobre el procedimiento más conveniente para distribuir a todos los gitanos y gitanas que se indultasen. El indulto quedó atascado dos años, hasta que el 16 de junio de 1763, el rey autorizó a Julián de Arriaga para que informara al Consejo sobre su resolución, por la «que todos los gitanos que se hallaban en los arsenales de los tres departamentos de Marina… se pongan en libertad, y que el Consejo les prefina sus domicilios donde hayan de residir bajo las reglas establecidas…».

    El retraso con que se procedió a conceder realmente el indulto produjo la desolación de muchos gitanos, quienes llevaban ya catorce o más años encarcelados. Fue entonces cuando el Consejo ordenó a los fiscales Lope de Sierra y Campomanes que informaran sobre el asunto. Aunque el informe de Campomanes tiene fecha de 29 de octubre de 1763, no fue presentado al Consejo hasta el 20 de febrero de 1764. Aunque por esos años la Ilustración estaba ya bien asentada en la vida española, como lo demuestran los avances de la ciencia y de la técnica, la respuesta de Campomanes no fue nada avanzada sino retrógrada y llena de prejuicios contra los gitanos.

    Campomanes propuso que las familias gitanas fuesen obligadas a vivir en vecindarios cerrados, «… como son los presidios o lugares donde haya Departamento de Marina o construcción de obras públicas». Por tanto, debían ser destinados a lugares donde hubiera una fuerte vigilancia y no en cualquier pueblo del interior de España, ya que «… nadie los quiere para servirse de ellos dentro de su casa para que no les roben; nadie les quiere tomar para el cultivo del campo, por el mismo recelo de que no hurten los ganados; ningún otro criado quiere alternar con ellos por mirarles como personas sin religión, sin palabra y como a sujetos viles e infamantes».  

    En cuanto a los gitanos que seguían errando por los campos, como no había dinero para mantenerlos en las prisiones, Campomanes recomendó enviarlos a las colonias americanas, en las que «… se les debía destinar porción de tierra, como a los demás pobladores, dividiéndoles de modo que en cada pueblo residiesen pocas familias para evitar todo recelo en lo sucesivo». También debían ser enviados a América los niños, niñas y jóvenes gitanos, «… casándoles recíprocamente con los naturales del País y no entre sí, con la misma advertencia de no poner muchos en cada pueblo…». Esta propuesta no se llevó a cabo.

    La opinión de Campomanes sobre las gitanas era todavía peor, pues «… son aún más perniciosas que los gitanos, porque les sirven de espías para sus delitos y contribuyen a propagar la quiromancia y superstición en el pueblo». Respecto a los gitanos viejos e inhábiles, deberían ser enviados a hospitales, como los de San Antonio y San Lázaro, que se encontraban vacíos y donde vivirían de las limosnas de las Órdenes mendicantes: «De este modo vivirían recogidos todos los gitanos y gitanas envejecidos en los vicios y no podrían impresionar con sus malas costumbres y embustes a la República ni al vulgo incauto».   

    Epílogo

    El último gitano condenado a trabajos forzados en Almadén en el siglo XVIII fue Lucas Madrid, un malagueño de solo 17 años. Su delito, llevar un cuchillo encima, arma prohibida por ley. Sentenciado a seis años de minas, llegó a la cárcel de forzados el 30 de mayo de 1770. Se fugó con otros dieciséis forzados el 4 de mayo de 1774, es decir, cuando le quedaban solo dos años por cumplir, pero fue apresado de nuevo a los nueve días. El superintendente le castigó a terminar de cumplir su condena de seis años y, además, a cumplirla de nuevo en su totalidad, de modo que Lucas Madrid continuó en prisión hasta 1782, a media ración de comida y sin vino, y a llevar cadenas dobles.

    ©Ángel Hernández Sobrino   

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