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A la memoria de José de los Santos

Los recoveros de Alcudia

El valle Alcudia estuvo y está muy poco poblado, así que uno recorre muchos kilómetros sin divisar ningún pueblo ni aldea

Recovero
Recovero
Ángel Hernández Sobrino / ALMADÉN
En su Diccionario de uso del español, María Moliner define la recova como “la compra de huevos, gallinas y otras aves que se hace por los pueblos para revenderlos”

El valle de Alcudia

El Alcudia es un valle alargado y estrecho que tiene una orientación aproximada este- oeste y que se halla situado al sur de la provincia de Ciudad Real. En su zona más occidental se encuentra el término municipal de Alamillo y tras un recorrido de un centenar de kilómetros a lo largo del valle, el Alcudia topa con los fuertes relieves de Despeñaperros. En cambio, su anchura media es de solo unos diez kilómetros, formando así un largo pasillo natural, flanqueado por dos altas sierras de rocas cuarcíticas al norte y al sur del valle, llamadas Solana del Alcudia y Umbría de Alcudia, respectivamente.

La topografía del propio valle no es llana y de ahí le viene el nombre de al-cudia, término árabe que significa la colina. En efecto, pequeños cerros y vaguadas aparecen por doquier, poblados de abundantes encinas, cuando estas no han sido arrancadas para abrir terrenos de pasto o para hacer carbón vegetal. También se intentó a veces roturar para conseguir tierras de labor, con el desastroso resultado de eliminar el corto suelo existente en el que no volvió a crecer la hierba. El Alcudia es, pues, un buen ejemplo de paisaje adehesado y dicen los entendidos en la materia que su pasto es muy fino para las ovejas, aunque en algunas fincas la cabaña ovina ha sido sustituida por la bovina por cuestión de rentabilidad. Si los ganaderos trashumantes de siglos pasados levantaran la cabeza.

Y es que el valle de Alcudia era uno de los tradicionales invernaderos de la Mesta. Decenas de miles de ovejas procedentes de las tierras altas de Cuenca, La Rioja y Soria abandonaban los pastos de verano y tras un recorrido de cientos de kilómetros por las cañadas reales alcanzaban el Alcudia para pasar la invernada. España tenía hace siglos la mayor cabaña mundial de merinas con varios millones de cabezas que recorrían España de norte a sur y vuelta al norte, siempre guiadas por los pastores serranos. Ahora es Australia, adonde los ingleses llevaron unos cuantos miles de ejemplares, el lugar donde hay más merinas en el mundo, unos ciento cincuenta millones.

El valle Alcudia estuvo y está muy poco poblado, así que uno recorre muchos kilómetros sin divisar ningún pueblo ni aldea, y solo se tropieza de cuando en cuando con algunas casas y establos de los diversos quintos que forman el valle. Desde Alamillo, considerada la puerta occidental del valle, hasta la aldea de La Bienvenida hay unos treinta kilómetros y de ahí hasta el siguiente núcleo urbano, Cabezarrubias del Puerto, otro tanto. En la parte oriental del valle aparecen otros pueblos, como Mestanza y San Lorenzo de Calatrava, este último donde el Alcudia toca ya a su fin. El valle se va cerrando poco a poco sobre sí mismo y las sierras de la Solana y de la Umbría se funden en una sola, la de San Andrés.

La recova

Recovero es una de esas palabras perdidas por falta de uso en la actualidad. En su Diccionario de uso del español, María Moliner define la recova como “la compra de huevos, gallinas y otras aves que se hace por los pueblos para revenderlos”, así que los recoveros eran los que se dedicaban a esa tarea. Un oficio que pasaba muchas veces de padres a hijos, como sucedía antes en aquella España rural, que ahora los que hablan de casi todo pero no saben de casi nada han bautizado como la España vacía y otros como la España vaciada.

Hasta mediados del siglo XX, mucha gente vivía en las fincas del Alcudia, que en muchos casos superaban las mil hectáreas de extensión. Alrededor de la casa principal, que habitaba el encargado de la finca, había varias más en las que vivían los pastores, los gañanes, el guarda, el porquero, y algún otro bracero, todos ellos con sus respectivas familias. En las fincas se producía casi todo lo necesario para su subsistencia, pero había productos, como arroz, azúcar, café, tabaco o chocolate, que se compraban a los recoveros o en los pueblos más cercanos. La recova era siempre bienvenida y ahorraba el largo camino a pie o en bestia hasta la tienda de ultramarinos más cercana, sita a veces a una quincena de kilómetros de la finca.

El recovero, heredero de aquellos antiguos buhoneros de siglos pasados, dejó de ser un profesional del trueque y utilizó el dinero como único instrumento de cambio. Portaban su mercancía a lomo de bestias y estas estaban aparejadas con un armazón de madera al que iban unidos dos capachos de esparto, colgados a ambos lados del animal. El recovero siempre era bien recibido y el trato se hacía sin prisas, informando este de los sucesos ocurridos en el pueblo desde su última visita. Mientras, varios centenares de huevos, junto con gallinas, pavos, perdices, liebres y conejos, se iban acoplando cuidadosamente en los capachos, a los que se había puesto en su fondo paja para amortiguar el golpeteo de los malos caminos.

Para ejercer el oficio de recovero se necesitaba el permiso del ayuntamiento respectivo, que consistía en una autorización para andar por caminos y sendas, transportando productos alimenticios y, a veces, otras mercancías, como menaje de cocina o material de costura. La Guardia Civil vigilaba que todo estuviera en orden y que ningún producto proviniera de robo o fraude. La época más propicia para el oficio eran los meses invernales, pues los alimentos se estropeaban con el calor. Además, al llegar la primavera se dejaba de cazar y las gallinas ya casi no ponían.

Los últimos recoveros de Alamillo

José de los Santos viene de familia de recoveros. Su padre, Laudencio, nació en 1908 y heredó a su vez el oficio del suyo, Regino de los Santos. José acompañó muchas veces a su padre hasta que, como tantos otros jóvenes y no tan jóvenes, hubieron de abandonar su pueblo a principios de los años sesenta del siglo XX para irse a trabajar a Barcelona o a otras ciudades españolas, e incluso a Suiza o Alemania. Hasta entonces, Pepe se dedicó a la recova, y ahora, ya octogenario, recuerda muy bien cómo la hacían.

Pepe me cuenta que en la década de 1950 acompañó muchas veces a su padre a los quintos del Alcudia para comprar huevos, gallinas, pollos y pavos, y también perdices, conejos y liebres. A los conejos les habían quitado las entrañas, pero no a las liebres para que mantuvieran su sabor tan característico. Además, compraban en las fincas pieles de conejos, liebres y zorras para las peleterías madrileñas. El precio de los huevos y de las aves domésticas se fijaban por acuerdo de los diversos recoveros al inicio de la temporada y variaban según el periodo del año. Por ejemplo, había una tarifa desde el comienzo hasta el día de la Virgen del Pilar, otra desde el 12 de octubre hasta el día de Todos los Santos, y otro desde el 1 de noviembre hasta el final de temporada. En esa época, el trueque era ya infrecuente y el pago se hacía en pesetas, de modo que por una perdiz había que abonar 6 u 8 pesetas.

Al clarear el día, Laudencio y Pepe se iban del pueblo a la tarea diaria con su mula y, a veces, también con un carro de varas. Por lo general volvían al pueblo al anochecer para preparar el envío y llevarlo a la estación de Alamillo. A veces, iban de trasnoche, acompañando a los cazadores en sus batidas, y se quedaban a dormir en pleno campo o en alguna dependencia de las fincas. Pepe recuerda traer muchas liebres de esas caminatas por el valle, recogiendo la caza que les iban pasando los cazadores. De esta manera, estos caminaban más ligeros, sin tener que llevar a cuestas las piezas abatidas.

Antes de llevar la carga al tren, se empacaba el envío cuidadosamente en cajas de madera con los listones adecuados. Así se podía mandar, casi siempre a Madrid, huevos y gallinas vivas, y también perdices, liebres y conejos muertos. Pepe me describe pacientemente cómo eran esas cajas en las que perdices y liebres no iban amontonadas sino colgadas con esmero para que no se estropearan durante el viaje. El camino de Alamillo a su estación tiene unos cinco kilómetros y Pepe lo hacía con la mula bien cargada de cajas de diversos tipos. Había que estar allí antes de las diez de la noche y entregar la carga al factor. Una vez hecho el trámite, vuelta a casa y a descansar hasta el amanecer del día siguiente.

La mercancía viajaba durante la noche y por la mañana temprano ya estaba en Madrid para ser recogida por su comprador en la estación. Muchas perdices no llegaban a la

capital sino que su destino era la estación de Ciudad Real, desde donde las llevaban a la famosa fábrica de conservas de caza de Félix Soto, sita por entonces en Piedrabuena. Hoy en día, los herederos de Félix Soto continúan preparando perdices en escabeche, entre otras conservas de carne de caza, en su fábrica de Aldeaquemada (Jaén).

Epílogo

A principios de la década de 1960, la economía europea, sobre todo la de los países situados al sur del continente, sufrió un considerable crecimiento. Las actividades agrarias experimentaron un fuerte retroceso, que fue compensado por el avance en la industria y los servicios. La modernización del campo hizo que se necesitara cada vez menos mano de obra, la cual emigró hacia las grandes ciudades españolas e incluso hacia otras naciones europeas. De este modo, el sector agrario disminuyó su participación en el Producto Interior Bruto y su peso dentro de la población ocupada, justo al revés de lo que sucedía con la industria y los servicios. Por otra parte, la llegada de capital extranjero, las remesas enviadas por los emigrantes y, especialmente, las divisas proporcionadas por el turismo creciente contribuyeron decisivamente al progreso económico español.

José de los Santos era uno de aquellos jóvenes que hubieron de abandonar la España rural y emigrar a los lugares donde había trabajo, en su caso a la Ciudad Condal. Allí, gracias a sus dotes para el dibujo, trabajó de delineante en una fábrica y cuarenta años después, como tantos otros emigrantes, volvió con su esposa Lucía a su pueblo natal. Por entonces, Alamillo solo contaba ya con poco más de 700 habitantes, cuando había superado los 2500 en la década de 1950. Lucía falleció en 20l6, pero el protagonista de esta historia continuó viviendo en Alamillo hasta su fallecimiento, ocurrido el 2 de febrero de 2025.

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