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Los vagos en la provincia de La Mancha en la segunda mitad del s. XVIII

MENDIGOS Y VAGABUNDOS
Vagos y vagabundos
Ángel Hernández Sobrino
En la provincia de La Mancha, el destino más frecuente de los vagos, salvo que fueran válidos para el Ejército o la Marina, era el arsenal de Cartagena. Allí les enseñaban algún oficio, como carpintero, calafateador o tornero, o bien trabajaban en las fábricas de jarcia y lona. Cuando conocían el oficio, se les abonaba un pequeño jornal que los más ahorradores guardaban para cuando volvieran a ser libres

El problema de los vagabundos, o vagamundos como se decía también, en España venía de antiguo, pues ya en la época de los Austrias se planteó en varias ocasiones desterrarlos de la Corte. En 1608, Felipe III había devuelto la capitalidad a Madrid después de su periplo vallisoletano y las autoridades de la villa no podían permitir que ningún cortesano se sintiese incomodado por delincuentes y vagos, por lo que los miembros del Consejo de Castilla “… han visitado dos veces la plaza y carnicería para saber cómo pasan las cosas que allí se venden y los excesos que hay, para mandarlos remediar a los alcaldes que les acompañaban; y ponen mucho cuidado en echar de la Corte a los ociosos vagamundos, que no sirven sino de jugar y escandalizar el lugar”.

Un año después, el problema continuaba sin solucionarse y la mala vida reinaba en Madrid, y por ello “… trátase muy de veras de reformar de vicios esta Corte y principalmente de mujeres que la tienen escandalizada con su mal vivir, debajo de ser casadas; y así han echado de ella algunas con sus maridos y padres, y estos días a tres alguaciles de Corte con sus mujeres, señalándoles tres ciudades donde estén y que los corregidores no los dejen salir de ellas sin orden de Su Majestad, para que con este ejemplo se recojan las demás; y también se hace lo mismo con los vagamundos y tablajeros con título de honrados”.

Con la llegada de la Ilustración a nuestro país, la respuesta de la sociedad frente a los vagos cambió radicalmente de criterio. Los ministros de la monarquía borbónica implantaron una política social dirigida a incrementar la utilidad de la población a fin de conseguir el crecimiento de España y ya en 1726 se publicó una Orden General “… para que se prendan los vagamundos y se lleven a las plazas donde se prendieren o a las más inmediatas”. Los vagos eran un obstáculo al progreso, pues según el fiscal Campomanes “… ni multiplican los bienes con el trabajo propio, ni tienen hijos porque no se casan, ni contribuyen al Erario, ni soportan las cargas concejiles; en una palabra, son habitantes estériles para el servicio de Su Majestad y para la utilidad del Estado”.

El gran penalista italiano Cesare Beccaria, autor del libro “De los delitos y de las penas”, publicado en 1766, opinaba que el vago u ocioso, “… el que turba la tranquilidad pública, el que no obedece las leyes, esto es, a las condiciones con que los hombres se soportan y se defienden recíprocamente, debe ser excluido de la sociedad, quiero decir desterrado de ella”.

Pobres y vagos

Antes de continuar debemos distinguir entre pobres y vagos, ya que los primeros ejercían la mendicidad por necesidad, mientras que los segundos eran pícaros a los que se debía corregir para convertirles en hombres de bien. En opinión del historiador Antonio Domínguez Ortiz, “… junto a los auténticos menesterosos, un gran número de ociosos, de inadaptados sociales, pululaba por pueblos y caminos practicando la mendicidad o encubriendo su holgazanería con varios pretextos: unos se decían peregrinos, otros santeros, otros se dedicaban a la buhonería o se agregaban a las tribus de gitanos”.

Por ello, los pobres legítimos tendrían derecho a recibir la caridad de sus semejantes, como propuso Bernardo Ward en su Obra pía. Medio de remediar la miseria de la gente pobre de España, publicada en 1750, en la que presentaba un proyecto de asistencia social secularizada. De hecho, en el siglo XVIII se fundaron hospitales, hospicios y casas de misericordia para atender a la ingente cantidad de pobres que había. En cambio, los vagos, también conocidos como sopistas (por la sopa boba que se daba gratuitamente a los menesterosos en los conventos), mal entretenidos, tunantes, pícaros, etc. sufrirían todo el peso de la ley. Los vagabundos eran más abundantes en la Corte y en las grandes ciudades, como Cádiz o Valencia, pero sobre todo en Sevilla.

Muchos vagos al asentarse en estos grandes núcleos urbanos se transformaron en tunantes y rufianes, ingresando en bandas que se dedicaban a engañar y robar. Tuvieron suerte de que a mediados del siglo XVIII las penas por estos delitos ya se habían moderado mucho y aunque la pena de muerte no había desaparecido del panorama judicial, estaba reservada a casos de extraordinaria gravedad. Los datos de Alicia Doñaiturria, quien ha estudiado la justicia en Madrid en la segunda mitad del XVIII, demuestran que la pena de muerte solo se aplicó en 33 de unos 1.100 casos contemplados, mientras que la condena más frecuente a los vagos fue de cuatro años, si bien se aumentaba hasta los ocho si había algún agravante.

Vagos al servicio de las armas

Acabada la guerra de Sucesión, Felipe V dictó varias Reales Órdenes para recoger a los vagos y destinarlos al servicio de las armas. Cuando llegó la paz durante el reinado de Fernando VI, los vagos fueron destinados preferentemente a los arsenales de Marina. La Real Instrucción de 25 de julio de 1751 ordenó que “… los individuos, por la sola calidad de vagabundos y sin sentencia de determinado delito, se apliquen al servicio de los arsenales por cuatro años; igual tiempo al que se señaló para el destino de las armas, con el fin de establecer la quietud de los pueblos y la seguridad de los caminos”. En 1759, una nueva orden de Ricardo Wall, secretario de Estado y Guerra, insistía a los corregidores en la necesidad de reclutar gente para el Cuerpo de Infantería del Ejército, de modo que “… si la colección de vagabundos no bastase, se recurra a los que sean viciosos y mal entretenidos”.

Los hombres reclutados a la fuerza podían tener entre 18 y 40 años, siempre que no fueran borrachos ni ladrones, vicios incompatibles con el servicio militar. Alcaldes y curas párrocos se encargarían de elaborar las listas, advirtiéndoles que no se dejaran llevar por la piedad, “… ocasionando a los pueblos más daños que provecho en oponerse a la expurgación de semejante gente”. Además se les indicaba que procedieran de acuerdo entre ellos y con el mayor sigilo para que los que iban a detener no pudieran huir.

Carlos III incrementó la persecución de los vagos, ociosos y mal entretenidos, y en 1764 disminuyó la edad de detención hasta los 16 años. Como había habido algunos abusos, se amenazó a las justicias que tuvieran mala voluntad o espíritu de venganza con ser destinados a servir de soldados, pues “El ánimo de Su Majestad en esta Providencia se dirige a limpiar los Pueblos de Individuos perjudiciales que los molestan; pero al mismo tiempo es su Real voluntad que no se haga agravio ni extorsión a nadie”.

La instrucción regia de 1764 ordenaba “… la aprehensión de todos los solteros vagos, viciosos, quimeristas y mal entretenidos, o perjudiciales a los pueblos por cualquier motivo que sea, inclusos los notados en las Relaciones de Raterías y Embriaguez”. En cambio, los casados resultaron más afortunados, ya que aunque dieran maltrato a sus mujeres, no atendieran a la manutención de sus familias o fueran bebedores, “quiere S. M. que no se les extraiga por ahora de los Pueblos y que aplicándoles alguna corrección las Justicias, les permitan volver al cuidado de sus casas, amonestados de que se les destinará a Presidios si no se reconociese enmienda en adelante”.

Tras el  motín de Esquilache, ocurrido en Madrid el 23 de marzo de 1766, se publicó un bando que ordenaba la recogida de todos los vagos, de modo que solo en la Corte fueron detenidos 1.000 vagos ese mismo año y 4.970 en los dos siguientes, lo que supone el cuatro por ciento de su población.

Su destino fue variado, ya que algunos fueron recluidos en hospicios; otros fueron castigados al trabajo en arsenales, presidios africanos, obras públicas o minas; y los que daban la talla entraron a servir en las tropas del rey. La Real Ordenanza de 1775 insistía en la lucha contra los vagos, a los que definía como “… todos los que viven ociosos, sin destinarse a la labranza o a los oficios, careciendo de rentas de que vivir;…estando prohibida la tolerancia de la ociosidad en buena razón política y en las leyes de estos reinos”.

Una nueva Instrucción que mandó expedir Carlos III en 1786, ordenaba que continuara la recolección de vagos con la mayor actividad, admitiéndose también a aquellos que se hallasen fugitivos de la Justicia sin otro delito que el de vago, a los que se abonarían dos reales diarios hasta su entrega en la capital. Los vagos reclutados voluntariamente o a la fuerza para el Ejército debían tener una talla mínima de al menos cinco pies castellanos (1,40 metros) y una edad entre 16 y 40 años. Además, para incorporarse a los Cuerpos de Milicias habían de jurar ser católicos, pasar un reconocimiento médico hecho por un cirujano y no haber sido condenados por causa afrentosa. El día en el que les tomaban su filiación empezaban a contar los ocho años de servicio al Estado, mientras que los vagos ancianos o enfermos eran enviados a hospicios o Cajas de Inhábiles.

Las levas de vagos

La misma disposición anterior estableció que se hicieran levas en ciudades y pueblos, de modo que se reclutara a todas las personas ociosas y sin aplicación al trabajo para emplearlos en el Ejército de Tierra, la Marina y los arsenales militares. A este propósito, la Secretaría de Guerra adjudicó a las diversas localidades el número de vagos que habían de entregar, si bien en muchos casos los responsables del alistamiento manifestaron la escasez e incluso la falta total de gente de esas características en sus pueblos. Según los datos de la profesora Pérez Estévez, los delitos por los que fueron aprehendidos miles de vagos en España en esa época fueron:

 

DELITOS PORCENTAJE
No trabajar 19,10%
Pequeños hurtos 14,24%
Escándalo público 13,95%
Amancebamiento 11,17%
Mal entretenidos 16,90%
Otros delitos 24,64%
TOTAL 100%

 

Los alcaldes y regidores de los pueblos fueron los encargados de llevar a los vagos a las cabezas de partido. En ellas eran examinados por los corregidores, quienes hacían listas con sus nombres, oficios, defectos y vicios. Después eran conducidos con la debida seguridad y vigilancia a las cajas generales, de las que había once en toda España. Por ejemplo, los vagos de las siguientes cabezas de partido eran llevados a la caja general de Almagro: Guadalajara, Cuenca, Huete, Ciudad Real, Alcaraz, San Clemente, Toledo, Illescas, Ocaña e Infantes.

Desde las cajas generales los vagos eran enviados a sus respectivos destinos, fuera un regimiento del Ejército o un arsenal militar. Hay que tener en cuenta que en aquella época la prisión no se consideraba una pena en sí misma, sino un sitio de tránsito para el supuesto delincuente hasta que fuera dictada sentencia. En las prisiones se hacinaban los acusados pendientes de juicio, los deudores insolventes, los locos, los condenados que esperaban la ejecución de su sentencia, etc. La detención tenía una duración indeterminada y arbitraria, y era frecuente que algunos presos consumieran su vida esperando salir de la cárcel sin que se les diera ninguna explicación al respecto.

Como eran muchos los vagos que habían de ser trasladados a su destino y el viaje duraba varios días o incluso dos o tres semanas,  hubo de encomendarse este cometido a las tropas de infantería. Baste como ejemplo que en el año 1789 aguardaban en la Caja de Sevilla para ser enviados al arsenal de La Carraca 1.352 vagos.

A veces surgieron incidentes en el traslado a su destino de estas cuerdas de vagos, como el ocurrido en Ocaña, abril de 1785, con una cuerda formada por 82 vagos, 23 reclutas y 11 voluntarios, quienes iban de camino desde la caja de Toledo al arsenal de Cartagena. Al pasar por Ocaña se formó un gran alboroto a pesar de que la cuerda iba vigilada por un sargento segundo de Batallones de Marina, un cabo y ocho soldados. Los diez militares fueron agredidos con piedras y palos, y menos mal que el alcalde mayor de Ocaña, auxiliado por las justicias del pueblo,  les protegió y consiguió sacarlos por fin a medianoche por el camino de Villatobas para que prosiguieran su viaje.

Para evitar desmanes en las levas se estableció que fuesen los diputados, los alcaldes y los curas de los pueblos, los que encargasen de confeccionar las listas de vagos, ya que la definición del vago era tan imprecisa que daba lugar a muchos abusos. También se ordenó en 1787 que los sargentos elegidos para la conducción de cuerdas de vagos fueran de buena conducta, pues algunos de ellos habían maltratado a los detenidos y otros se habían dejado sobornar y les habían permitido escapar.

Los gastos causados por los vagos eran considerables, ya que no solo había que tener en cuenta los derivados de su traslado a los lugares de destino, sino también los causados en las cajas o centros de reclutamiento hasta el momento del viaje. Como este a veces se demoraba varias semanas, queda plenamente justificado que en octubre de 1804, el intendente de Toledo reclamara los 13.668 reales que habían costado las levas de vagos antes de su envío a Cartagena al servicio de la Marina. La Secretaría de Guerra le contestó que no disponía de caudales para pagar los gastos causados y, además, que de los ochenta y cuatro enviados, treinta y cuatro habían desertado y otros cuatro habían sido expulsados del arsenal por inútiles.

Los vagos de La Mancha

No fue La Mancha precisamente una provincia en la que los vagos fueran muy numerosos. De los 8.234 reclutados en España en la leva de 1764, solo 186 eran de La Mancha, mientras que, por ejemplo, Extremadura aportó 670. Otros datos de la profesora Pérez Estévez indican que entre 1730 y 1787, los vagos recogidos fueron más numerosos en la Corte y en los reinos de Valencia, Aragón y Sevilla. En el año 1786, la comisión de vagabundos recogió en Madrid a 2.437 y si a estos les agregamos los detenidos por los alcaldes de Casa y Corte se llega a un total de 3.347. Es verdad que Madrid constituía un centro de atracción privilegiado para la marginalidad, de modo que las detenciones eran el pan nuestro de cada día.

En esa época fueron detenidos muchos pordioseros, vagabundos, ladrones de poca monta y jóvenes huidos del hogar paterno, de modo que cuando en abril de 1787 el alcalde mayor de Cádiz consultó al ministro Floridablanca dónde debía enviar a los vagabundos detenidos en su jurisdicción, ya que el arsenal de La Carraca no podía admitir más, aquel le contestó que los dedicara a la construcción de la muralla de la ciudad.

En los expedientes de los arrestados en la provincia de La Mancha figuran los motivos de su detención: unos son holgazanes, “… poco inclinados a trabajar ni a sujetarse a sus amos”; otros, los más jóvenes, no obedecen a sus padres y cometen pequeñas raterías o se meten en peleas; otros son borrachos y no atienden a su mujer ni a sus hijos; y otros más viven amancebados con mujeres casadas o solteras, mientras que a las suyas “… les dan malos tratamientos y golpes”.

En el partido de Almadén, estudio que realicé  hace ya algunos años, los responsables de las levas de vagos eran los superintendentes, quienes además ejercían de gobernadores. En la década de 1760, Diego Luis Gijón y Pacheco ordenó arrestar a los vagos de Almadén y de los pueblos de su partido judicial. En el bando dictado se especificaba que “… los de mayor fortaleza y vicios graves se aplicarán al servicio de las armas, y los demás aprehendidos, por no ser de la estatura, robustez y sanidad que se requiere, se conducirán a la Real Cárcel para el servicio de las minas de azogue”.

En Almadén, los vagos tuvieron un trato más suave que forzados y esclavos, pues trabajaban en las labores del exterior de la mina y recibían un jornal de dos reales diarios. A los cuatro años quedaban en libertad, salvo que hubieran cometido algún delito durante el cumplimiento de su condena. Y eso sí, que no volvieran a las andadas y que no se juntaran ni unieran con otros de la misma clase en caminos ni despoblados, pues de hacerlo así, serían condenados a diez años en un arsenal militar o en un presidio del norte de África.

 

En Almadén, los vagos tuvieron un trato más suave que forzados y esclavos, pues trabajaban en las labores del exterior de la mina y recibían un jornal de dos reales diarios

 

En el resto de la provincia de La Mancha, el destino más frecuente de los vagos, salvo que fueran válidos para el Ejército o la Marina, era el arsenal de Cartagena. Allí les enseñaban algún oficio, como carpintero, calafateador o tornero, o bien trabajaban en las fábricas de jarcia y lona. Cuando conocían el oficio, se les abonaba un pequeño jornal que los más ahorradores guardaban para cuando volvieran a ser libres.

En julio de 1784 había una partida de vagos en Almagro esperando su traslado a Albacete, donde aguardarían a una de las cuerdas que se despachaban cada cierto tiempo de Madrid a Cartagena. El plan se trastocó porque en el arsenal de Cartagena se estaba construyendo un nuevo cuartel para presidiarios y vagos, puesto que los 2.477 que había en ese año estaban alojados provisionalmente en diversos almacenes, así es que se propuso que los detenidos en Almagro fueran enviados a la caja de Écija, para desde allí ser trasladados al arsenal de La Carraca.

Familiares y amigos de los presos intentaron por la fuerza en ocasiones evitar los traslados porque les parecían muy injustas las condenas. Tal es el caso de Alfonso Pérez Palacios, al que el gobernador del Consejo de Castilla sentenció en mayo de 1800 a cuatro años de arsenales, “… a causa del desorden y excesos cometidos en Villaseca de la Sagra con motivo de una corrida de novillos, que se ejecutó quebrantando la Real prohibición”. No es de extrañar, por tanto, que los sentenciados intentaran fugarse durante el traslado a los arsenales o en sus propios destinos, si bien la justicia en esos casos actuaba con todo rigor. Los condenados también podían solicitar el indulto, pero según una Real Orden de 25 de julio de 1774 solo Su Majestad podía indultar o rebajar el tiempo de condena una vez dictada la sentencia, y no el juez o tribunal que la impuso.

Afortunadamente para los condenados, de cuando en cuando había un indulto general, como el ocurrido el 21 de noviembre de 1795 con motivo de la celebración de los matrimonios de las infantas María Amalia y María Luisa, y de la declaración de paz con Francia. Este indulto alcanzó incluso a los desertores del Ejército y de la Marina, con la condición de que cumplieran lo que les restaba de condena donde les correspondiera. Otro indulto general fue el proclamado en enero de 1803, con motivo de matrimonio entre el príncipe (futuro Fernando VII) y la princesa de Nápoles (María Antonia).

Epílogo

Los primeros años del siglo XIX  fueron convulsos en la historia de España debido a la guerra de la Independencia, de modo que no se elaboró un nuevo código penal hasta 1822. No obstante, la alternancia de periodos liberales con sucesivas restauraciones absolutistas y las guerras carlistas dificultaron la ruptura con el sistema penal anterior. Por otra parte, solo las élites políticas y culturales debatían acerca de la necesidad de un cambio profundo en el régimen penitenciario, mientras que la mayoría de la gente desconocía por completo las nuevas ideas sobre la regeneración de los delincuentes.

Tuvo que esperarse al sexenio democrático (1868-1874) para que se abriera el cauce a un nuevo modelo penitenciario y aunque el nuevo sistema disciplinario quedó ya reflejado en la Constitución de 1869, el cuerpo civil de prisiones no fue creado hasta 1891.  Todavía en 1888 el estado de las cárceles no era satisfactorio, pues no eran seguras ni salubres ni adecuadas a sus fines. Algunas de ellas ocupaban antiguos conventos medio en ruinas con roedores e insectos por doquier.

En la cárcel de León eran endémicas las fiebres tifoideas e incluso tres alcaides fallecieron de ellas en poco tiempo. Según el criminólogo y penalista Rafael Salillas, en España había  a finales del XIX unos diecinueve mil reclusos, quienes se hacinaban en inmuebles inadecuados a ese fin con capacidad para albergar a unos tres mil.

© Ángel Hernández Sobrino

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