Normalmente queremos unos hijos casi perfectos, por no decir otra cosa. Intentamos darles todo y de todo, incluso más de lo que podemos. Pero esto puede resultar bastante peligroso a la larga, por lo que nos estamos jugando a nivel educativo. Nosotros, como padres, seguimos siendo los primeros que no aceptamos las frustraciones de nuestros hijos. Lo llevamos bastante mal. Cualquier problema de nuestros hijos lo hacemos nuestro y nos afecta en nuestro orgullo y autoestima. La historia de cada uno de nosotros es que deseamos que nuestro hijo debe ser siempre el mejor, porque nuestra autoestima, la nuestra, es muy importante. Sus triunfos y sus fracasos los hacemos muy propios y evidentemente, nos afecta tanto en lo bueno como en lo malo. El miedo nos invade cuando van a explorar zonas que, a nuestro juicio, son peligrosas e intentamos advertirles de los problemas que podrían encontrarse. Miedo, insatisfacción, frustración, falta de autoestima. Nuestros hijos nacen con una serie de potencialidades y capacidades que tenemos que favorecer con la iniciativa de su búsqueda, asumiendo sus errores y aciertos siendo responsables de sus acciones y el proceso de toma de decisiones en sus vidas. Por lo tanto, hijos perfectos nunca, es un espejismo. Los miedos y las frustraciones son nuestras proyecciones y vivencias mentales que nos afectan directamente. No es bueno sobreprotegerlos, estar constantemente encima de ellos, generando tensiones y no facilitando la buena comunicación interpersonal. Tenemos hijos y los educamos para que sean felices e independiente. Tienen que aprender los límites y las reglas de la vida, pero ellos tendrán que descubrir otras cosas que no dependen de nosotros. Es verdad y los resultados siempre nos darán la razón. En la educación, la clave es la creatividad y el respeto fácil de aprender y directamente relacionado con la libertad individual. No todo vale, y para eso estamos nosotros. La capacidad para canalizar y guiar esa capacidad de cada uno de ellos.
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