Obra cumbre del cine romántico más desbordante y enfebrecido, tanto de la etapa silente en particular como de la historia en general.
Por otra parte, ha quedado para las antologías como la producción más laureada en la primera edición de los Oscar junto a la sublime “Amanecer”, al obtener tres estatuillas (la tercera en cuestión sería la portentosa “Alas” con dos, entre ellos la de mejor o más sobresaliente película, tal como fuera denominada en aquella inicial salida a escena) en apartados tan importantes como director, guion adaptado y actriz a Janet Gaynor. Aunque en este último caso, la primera en la historia en obtenerlo, el reconocimiento se debió a tres interpretaciones: la que comento, la anteriormente citada “Amanecer” y la soberbia “El ángel de la calle”, dirigida igualmente por el mismo genio de esta, el extraordinario, sensible y exquisito Frank Borzage.
Es este un cineasta ungido… y urgido de una necesaria reivindicación, aunque en su época –años 20, 30, 40 e incluso 50, con dos broches “menospreciados” pero al nivel de su excelsa filmografía, “China doll/Muñeca de porcelana” y “El gran pescador”- fuera uno de los grandes referentes de la industria hollywoodiense. No se olvide de que fue galardonado con dos tíos Oscar, por este trabajo y por el llevado a cabo en la estupenda “Bad girl”.
Tras este obligado prólogo y centrándome ya en la película en sí misma, manifestar en primer lugar que constituye un torrente de emociones fabricadas con enorme sutileza y delicadeza. Parece mentira, y lo proclamo en su sentido más fervientemente elogioso, para destacar todavía más la grandeza de ese cine mudo en el que se inventaría prácticamente todo lo fundamental (la gramática en primer lugar), que la contemplen ni más ni menos que cien años. Pero el verdadero arte, y soy consciente de que el término tal vez pudiera resultar pomposo (John Ford lo rechazaría de facto y sin ningún miramiento), es lo que tiene.
“El séptimo cielo” es una oda al amor en toda su magnitud y magnificencia, al más noblemente ingenuo y sincero, al verdadero y al más místico. El colega Dan Callahan llegó precisamente a manifestar “que captura con paciencia los pequeños detalles del mismo”. Al respecto, resultan impagables, bellísimos, esos haces de luces que rocían a la pareja protagonista.
El misticismo y un particular sentido de lo religioso o tal vez sea más exacto decir de lo espiritual, propio de su autor, están aquí presentes en esta versión prácticamente inmejorable, pues irrepetible desde luego que lo es. Puesto ello al servicio de dos seres desarraigados, desgraciados, desclasados, que encuentran la felicidad y de alguna manera la redención dándose calor y afecto mutuo.
Janet Gaynor, en una composición antológica que aúna fragilidad y arrebato, es Diane, una chica de los bajos fondos parisinos. Encuentra consuelo, refugio y dicha en un pocero, Chico, encarnado por uno de los grandes galanes del momento, Charles Farrell (junto a George O´Brien, el protagonista masculino de “Amanecer”).
Su historia está impregnada de un lirismo imposible de ver en una pantalla en la actualidad. Es más, linda los límites del mayor de los más benditos excesos, a base de una puesta en escena primorosa de Borzage y de las mencionadas interpretaciones de sus dos intérpretes principales, que el primero esquiva con un dominio del encuadre, del movimiento de los actores y de la puesta en escena verdaderamente admirable.
Quede también constancia de que el “remake”, hoy en día todavía más desconocido aún que el original, producido en 1937, en pleno auge del sonoro, no tiene nada que desmerecer a su antecesora. De idéntico título, fue dirigido por Henry King y protagonizado por James Stewart y Simone Simon.
De obligado conocimiento… para alguien que se precie de ser mínimamente cinéfilo. Si luego no le gusta, ya es responsabilidad de cada cuál.