Qué nivelazo suele tener en los Oscar la categoría de mejor película de animación. Indudablemente este género lleva ya unos cuantos años viviendo su edad de oro. Entre otras cuestiones, no solo por el nivel adquirido tanto en el apartado técnico como en lo referido a sus textos o guiones, sino porque se ha ampliado el número de países -ya no son únicamente los estadounidenses los reyes del mambo- que muestran continuamente talentos de todo tipo y condición.
A las pruebas de este año me remito. Los cinco títulos nominados son de una calidad excelsa o, mejor dicho, tres son sensacionales y dos muy buenos. Entre los primeros, “Memorias de un caracol”, “Robot salvaje” y este “Flow, un mundo que salvar”. Los otros dos, los que completan la terna son “Del revés 2” (ponderable secuela) y los inefables “Wallace y Gromit: La venganza se sirve con plumas”.
Volviendo a lo de ese abanico de creadores expandido a lo largo y ancho del anillo del mundo, ahora sale a la palestra una cinematografía muy humilde como la letona, la cual, por tan solo cuatro milloncejos de dólares, se marca una -léase sin pomposidad- verdadera obra de arte -léase dentro de este territorio felizmente animado y muchas veces, incluso más realista que la propia realidad.
Porque esta maravillosa y “apabullante” (la naturalidad constituye una de sus numerosas gracias) fábula o como prefieran denominar no deja de resultar un fascinante y bellísimo viaje de un carácter inmersivo que subyuga en todo momento, a mí al menos, que nos introduce en la naturaleza más tangible. Prácticamente cobra vida en esta distopía o nueva reedición del diluvio universal (no se especifica, ni falta que hace). Refulge en una pantalla como pocas veces lo ha hecho en los últimos tiempos. Y momentos como el de esa especie de pagodas o lo que exactamente sean o la espectral incursión veneciana, es difícil que no provoquen la dilatación de pupilas.
Para ello tira de unos trazos verdaderamente sorprendentes y cautivadores. Un ejemplo, reparen en como ha sido planteado el movimiento del agua. El propio director, el justamente descollante pese a que este tan solo constituya su segundo largometraje, Gints Zilbalodis, ha señalado que “cuando el gato teme a los otros animales, el agua también es agresiva… más adelante, cuando empieza a confiar, el agua se vuelve más tranquila”.
Respecto a lo argumental, yendo un poco más allá, no ya es que se puedan detectar influencias del maestro de la ciencia-ficción Ray Bradbury, como agudamente ha apuntado José Luis Garci (todo un especialista en el genial escritor) es que hasta podría perfectamente ser tildada como viaje homérico.
Y aunque no sea en momento alguno discursiva, no deja de constituir un ensalzamiento sobre el -literalmente- remar en la misma dirección. O sobre la alianza entre las especies por encima de otras consideraciones, unidos ante la adversidad común (nada como esto para ser conscientes de tantas cosas). O sobre el trabajar en equipo. O ponderar la amistad por encima de cualquier otra diferencia.
Una verdadera gema. Y ya verán, ya, si la complementan con la otra estrenada casi a la par, la devastadora (no apta para niños… o sí, depende) “Memorias de un caracol”, construida ésta a base de plastilina artesanal. Dos muestras de la magnífica salud de las que goza ese género al que aludía al comienzo, que se reproduce como esporas de manera ejemplar, pero mostrando estas su propio sello, personalidad e ingenio. Tal como es el caso.