Por ejemplo, el título original de la novela de Olive Higgins Prouty, autora también de la extraordinaria “Stella Dallas”, alude al poema de Walt Whitman The untold want (El deseo inefable). Ese que dice: “El deseo inefable que jamás se te concedió en la vida ni en la tierra, ahora navegante, hazte a la mar, lejos para buscarlo y encontrarlo”.
En estas palabras se resume perfectamente la esencia de su historia, la de ese patito feo oprimido por una familia, en concreto por una madre severa, despótica incluso, reprochona y egoísta. Precisamente el plano inicial, una secuencia de lluvia, bien podría erigirse en el preludio del “aguacero” posterior, de las incomprensiones existentes, de la desconexión materna y del despertar a la vida.
Hablando de preludios, atención a la bella, delicadísima y también funcional banda sonora del ineludible en la Warner del momento Max Steiner (“Casablanca”, “Lo que el viento se llevó”), único Oscar obtenido de los tres a los que aspiraba (los otros fueron a la actriz principal y secundaria).
Pero uno de los elementos esenciales de esta mítica producción es la fabulosa –otra más al zurrón- interpretación de una Bette Davis en su verdadero esplendor en la hierba, aunque el mismo duraría hasta el final de sus días, incluyendo su retirada del mundillo interpretativo. Inicialmente para su papel se habían barajado previamente los nombres de otras primeras estrellas del Hollywood de la época: Norma Shearer, Ginger Rogers o Irene Dunne.
A su lado, actores de la enorme talla de Claude Rains, el partenaire masculino preferido de Davis, con el que trabajaría en otras tres ocasiones más, o el estirado Paul Henreid, marido de Ingrid Bergman en “Casablanca”, aquí protagonista de una serie de momentos de lo más icónicos, como aquellos en los que le pasa reiteradamente cigarrillos encendidos a su partenaire, a su amada.
Otro instante sublime es aquél en que ella, Charlotte, le dice a él, a Jerry, una frase ya para los anales: “No pidas la luna porque tenemos las estrellas”.
Y así podría seguir desgranando crescendos emocionales, escenas plagadas de magia y elegante intensidad, servidas por sucesivas secuencias de gran fluidez y ligereza en el mejor sentido del término… pues el asunto de fondo se las trae. El equivalente hoy en día, en cutre y en opuesta calidad, sería con muchísimas variantes la telenovela “Betty la fea”. Y es en este momento cuando es obligado destacar el contraste de vestuario desde ese comienzo en que la millonaria viste feos trajes grises con foulard hasta la progresiva sofisticación en la que se va embutiendo.
A todo esto, resulta muy interesante la línea de psicoanálisis introducida por el personaje de Rains. Algún colega ha apuntado con atinado con buen criterio que constituye una combinación de “ensoñación romántica con frialdad psicoanalítica”.
Por supuesto, la larga parte del trasatlántico, prevista inicialmente con escala europea, pero trasladada a Río de Janeiro por la conflagración bélica que tenía lugar en el Viejo Continente, resulta toda una lección magistral de sutiles, de elegantes movimientos de cámara y de primeros o medios planos.
Otros factores determinantes: Rodaje en California, en los estudios Warner, magnífico y preciso –pulsando las emotividades- guion de Casey Robinson, exquisita dirección del injustamente olvidado Irving Rapper (“El trigo está verde”, “Las aventuras de Mark Twain”, “El zoo de cristal”, “Veneno para tus labios”, “Engaño”, “El bravo”, etc.) y justa, celebrada y plenamente vigente obra.