Recorrer la ciudad interior, aprender de sus tiempos y espacios, sus autores y sus valores nos ayuda a entender nuestra ciudad, pero sobre todo nos ayuda a entender nuestras vidas. La arquitectura que atiende a las necesidades funcionales de la sociedad tiene también funciones en relación con nuestra percepción del tiempo. No es solamente el cronómetro que nos indica el tiempo en que ha sido construida. Es un reclamo a nuestra percepción personal del tiempo y de su transcurrir. Nos ayuda a vivir en un tiempo determinado y a experimentar personalmente esa presencia.
Los edificios preservan el pasado y nos dan la posibilidad de experimentar y vislumbrar el continuo de la cultura y la tradición. La arquitectura es esencialmente una forma de arte de la reconciliación y la mediación, y, además de situarnos en el espacio y en un lugar, los paisajes y los edificios articulan nuestras experiencias de la duración y del tiempo entre los polos del pasado y del futuro. De hecho, junto a todo el legado literario y artístico, los paisajes y los edificios constituyen la exteriorización de la memoria humana más importantes. Comprendemos y recordamos quiénes somos a través de nuestras construcciones, sean estas materiales o mentales.
Una experiencia que es esencial en el terreno de lo residencial, de la vivienda como lugar de acogida, de referencia de nuestras experiencias, nuestras vivencias y nuestra relación familiar. Pero que se amplía al territorio de la arquitectura pública como ámbito de acontecimientos comunes y a la ciudad como lugar de encuentro y desarrollo de la vida colectiva. La arquitectura nos sirve como defensa a esa sensación indeterminada que ofrece el paso del tiempo.
Los edificios constituyen valiosos recursos memorísticos. Materializan y conservan el curso del tiempo y lo hacen visible y concretan la memoria al contener y proyectar recuerdos y, junto a ello, nos estimulan e inspiran a rememorar e imaginar. Quien no pueda recordar, difícilmente podrá imaginar, porque la memoria es el terreno donde crece la imaginación. Además, la memoria es también el terreno del que surge la propia identidad. Somos lo que recordamos.
Los edificios son almacenes y museos del tiempo y del silencio. La arquitectura tiene que preservar la memoria del mundo del silencio. La ciudad interior es un recorrido por ese ámbito que es el lugar de nuestra vida y de nuestras experiencias. Nuestras experiencias vitales están asociadas a espacios y lugares de nuestra vida. Para muchos jóvenes actuales el lugar de su memoria se reducirá a su pantalla llena de mensajes y escritos absurdos. Pero la ciudad, los edificios siguen siendo, por encima de las pantallas de mensajes y datos, los lugares donde encontramos nuestra identidad y nuestras experiencias compartidas.