El cowboy errante Dempsey Rae, que encarnara inmejorablemente, a base de rebosar vitalidad a raudales, un como siempre vigoroso y enérgico Kirk Douglas en 1955 en “La pradera sin ley”, continúa pareciéndome a los casi setenta años de su aparición, uno de los personajes más entrañables del para mí imprescindible cine del Oeste.
Ese “Man without Star”, ese Hombre sin Estrella al que alude su título original, desprende un idealismo admirable dentro su crepúsculo y su relativa derrota. Con ciertas variaciones lo prolongaría siete años más tarde en aquel otro exponente del género igualmente memorable, en este caso en su vertiente contemporánea (del momento, claro, década de los 60), rodado en blanco y negro por David Miller. Me refiero al inolvidable “Los valientes andan solos”.
Su permanente conflicto con las alambradas, con la acotación de tierras, su carácter eminentemente individualista y desarraigado, solitario y en constante conflicto con una civilización que todo lo va cercando, resulta todavía hoy en día de un encanto y un romanticismo añejo irresistible.
Aparte de a Douglas, el mérito de su creación pertenece a ese escritor, poeta y excelente retratista de los tipos trashumantes llamado Borden Chase y a un director primitivo y genial, King Vidor, capaz de aunar con pasmosa sencillez lo épico y lo intimista. Este supuso su antepenúltimo trabajo, tres años después de esa otra maravilla titulada “Pasión bajo la niebla” con Jennifer Jones y Charlton Heston.

El caso es que, entre ellos y otros varios grandísimos profesionales de diferentes ámbitos, nos regalaron a algunos de quienes veneramos estas historias, una bellísima alegoría del hombre expuesto en su máxima expresión de libertad: vagabundo, enemigo de cualquier tipo de vallado o frontera, vocacional del raso y, por tanto, disfrutador del cielo como techado.
Dos bellísimas baladas la salpican, una inicial de Frankie Laine, y otra interpretada por el propio Douglas con su acostumbrada jovialidad y vehemencia.
Pese a todas las contrariedades que le van surgiendo a su protagonista… supone todo un magistral canto, un alarido optimista, emocionantísimo, vitalista sobre la propia existencia.
Uno de los incontables títulos fundamentales del inabarcable y divino –aunque su temática resulte de lo más terrenal- western clásico hollywoodiense, el verdadero sucesor en el tiempo de la épica griega.