“No quiero necesitarte porque no puedo tenerte” (Robert Kincaid/Clint Eastwood)
Si proclamo contundente que Clint Eastwood es uno de mis tres directores favoritos de toda la historia del cine, tras John Ford y Billy Wilder, y si “Los puentes de Madison” me parece uno de sus trabajos más indiscutibles, creo que poco de lo que les pueda contar a continuación, por muy exagerado que parezca, les sorprenderá.
Tengo que remitirme a mi primera incursión en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, un evento al que me propulsó asistir saber que el propio Eastwood iba a presentar su película en persona. Finalmente, para gran desilusión mía y de tantos, no pudo asistir debido a motivos profesionales (se encontraba rodando la dinámica y rejuvenecedora aventura espacial “Space cowboys”), pero envió un vídeo de lo más reparador. En cualquier caso, aquella fue una edición memorable en cuanto a asistencia de estrellas y grandes títulos.
Para mí la película de aquella primera cita mía con tan justamente prestigioso certamen, y que no se presentaba a concurso, fue sin duda ésta (también “Braveheart”, eh, y me pareció preciosa “Un paseo por las nubes”). Y entendí perfectamente por qué para el actor, director, productor y músico californiano esa obra cumbre del género romántico titulada “Breve encuentro” era y supongo que seguirá siendo su película favorita. Pues me di cuenta de que lo que acababa de contemplar era una versión, convenientemente remozada y puesta al día, de la obra maestra de David Lean.
Lo que nos cuenta es una historia de amor como hay pocas (y por ello me refiero a la manera de estar contada, a ese dominio de los tempos de Clint, que jamás me parecen aburridos por muy pausados o pautados que estos resulten). El encuentro de dos almas gemelas, solitarias, cada una a su manera, y la descarga amorosa que se produce entre ellos durante cuatro días que quedarán indeleblemente grabados en ambos para el resto de sus existencias, diría más, les darán sentido a sus vidas. Romanticismo en estado puro, depurado, sin aditamentos ni molestos adornos, en carne viva.
Apela al eterno debate de la razón, de lo adecuado, y del corazón, lo verdaderamente sentido. Lo sintetiza en una secuencia única, magistral. Un tipo empapado por la lluvia y el agarrador de la puerta de un automóvil a cuyo lado se puede encontrar la felicidad plena… por muy fugaz que pudiera resultar. Portentosa escena, de las más grandes vistas en una pantalla. A estas alturas, ya es pura antología.
Todo esto envuelto en una música de jazz penetrante y en momentos de emocionante intimidad. Un discreto movimiento de “travelling” circular rodeando a los amantes mientras bailan, con la voz grave, profunda e intensa de Johnny Hartman sonando de fondo vale más que mil doctorados en audiovisual. Con los años me he dado cuenta que Eastwood hizo esta película cuando debía, en el momento oportuno, en plena madurez personal y creativa. Cuando ya se había convertido no solamente en un cineasta virtuoso desde el más absoluto de los clasicismos, sino en un tipo lúcidamente comprensivo con las debilidades y también con lo mejor que el ser humano lleva dentro, su capacidad de amar.
Meryl Streep, con la que se impone más que nunca escucharla con su voz original y un Eastwood especialmente conmovedor en su sobriedad, en su más que expresiva economía gestual, interpretan a la pareja protagonista.
Episódicamente, figuran un marido (Jim Haynie) que es buena persona y que probablemente acabe intuyendo algo de lo que le ha sucedido a su esposa aunque no haga preguntas, y unos hijos zangolotinos (Annie Corley y Victor Slezak) que al final de la historia acaban mostrándose mucho más comprensivos y mejores personas después de ir leyendo el testimonio escrito de su madre, pues entienden finalmente que los hechos no se pueden juzgar alegre, aparentemente, que hay que escuchar a los demás, que conviene saber los otros puntos de vista, conocer, indagar en la vida de los otros sin resultar entrometido, con gente que actúa de diferente manera a la que tal vez actúen ellos y a la que no se la puede descalificar caprichosamente.
Adoro hasta la extenuación “Los puentes de Madison”, la llevo adherida a la piel. Adoro su romanticismo embriagador y alejado de cualquier impostura o superficialidad, su elegante pasión abrasadora, su estudio del ser humano y de los más nobles y bellos sentimientos que podemos desprender, la hondura y a la vez liviandad con las que nos es contada y sintetizada una historia mayúscula del corazón, la protagonizada por dos seres humanos cálidos, acogedores, afectuosos, responsable la una, independiente el otro.
Ya se ha dicho casi todo de ella, es difícil sorprenderles con algo diferente. Tan solo volver a remarcar que tengo siempre la sensación de que finaliza dos veces, una verdaderamente memorable, y que ambas me encantan. Lo único con lo que puedo apostillar este comentario es decirles que nunca jamás olvidaré el 15 de septiembre de 1995, una fecha para enmarcar, en la que no pude ver hecho realidad uno de mis sueños más anhelados, conocer a uno de mis dioses del Olimpo cinematográfico, pero que me fue permitido contemplar en primicia algo tan sumamente bello, delicado, resplandeciente y emocionante como esta genuina maravilla.
Siempre permanecerá en un lugar privilegiado de mi memoria mientras ésta me continúe respondiendo.