De no haber alguna fuerza que se opusiese a la gravitatoria, la materia en las estrellas se concentraría indefinidamente en su centro. Sin embargo, antes de llegar a esto la temperatura y presión del gas alcanzan un valor suficiente como para iniciar reacciones de fusión nuclear. La tremenda cantidad de energía liberada en esta fusión escapa del núcleo de la estrella ejerciendo una presión hacia afuera, y compensando así la gravedad atractiva. La mayor parte de la vida de una estrella, un 90% de ella, transcurre en un delicado equilibrio entre estas dos fuerzas. Cada segundo, se gastan en el Sol 4 millones de toneladas de Hidrógeno, y lleva haciéndolo 5000 millones de años… Como es natural tarde o temprano el Hidrógeno se acaba (en el caso del Sol no tenemos que preocuparnos, será dentro de otros 5000 millones de años, así que seguramente nos habremos cargado el planeta mucho antes). Los procesos que siguen entonces dependen de si la estrella original es grande o pequeña. Veremos en esta ocasión el proceso para una estrella pequeña o media, como el Sol. Ya hablaremos de las más masivas en otra ocasión.
Una vez se agota el combustible nuclear se reduce la presión de la radiación saliente, y en consecuencia la gravedad gana la partida. Se producen una serie de transformaciones y finalmente, tras una explosión, se lanzan al espacio las capas de gas caliente más externas de la estrella, formando lo que se conoce como “nebulosa planetaria”. A pesar del nombre, esta estructura como vemos no tiene nada que ver con un planeta, salvo que en las primeras observaciones históricas con telescopios de bajo aumento lo que se veía en ellos eran esferas de colores similares a los planetas…
Esto le ocurrió a una estrella en la constelación de Acuario que es la protagonista de nuestra postal de esta quincena: la nebulosa planetaria de la Hélice, catalogada como NGC 7293. Los diferentes elementos químicos predominantes emiten radiación de diferente color lo que hace que sean objetos muy vistosos. De la estrella original queda muy poco. Si hiciésemos una foto con un telescopio de infrarrojos, como el telescopio espacial James Webb, que revela las fuentes de calor, veríamos una fuerte señal en la zona central de la nebulosa. Ahí quedan los restos de la estrella original, que pasa a llamarse “enana blanca”. Es una bola muy densa del tamaño de la Tierra, pero con una densidad tal que una cucharadita de café de su material pesa lo que un elefante. Ya no emiten un brillo propio visible, quedan reducidas en el espacio a un débil puntito de luz infrarroja, ensombrecido por la vistosidad de la nebulosa a que ha dado lugar al morir.
El tamaño aparente de la nebulosa de la Hélice es bastante grande, algo menor que la Luna, pero bastante débil a pesar de ser una de las más cercanas a nosotros (sólo 700 años luz). La composición total tiene 2 horas y 15 minutos, y fue tomada desde los oscuros cielos de Alcolea de Calatrava con un telescopio newtoniano de 20 cm usando un filtro de banda estrecha.