Leo estos días noticias sobre el importante papel de Internet como medio para luchar contra las dictaduras, un tipo de régimen representado en la actualidad en el mundo por una treintena de soberanías por la fuerza en otros tantos países, bien de corte islamista, militar o en forma de monarquías absoluta.
Me han llamado más la atención porque me acabo de terminar “La fiesta del chivo”, un magnífico libro que novela el régimen del autoproclamado “generalísimo” Leónidas Trujillo en República Dominicana durante los 30 años centrales del siglo XX.
Al parecer, Reporteros sin Fronteras ha elaborado un informe con motivo del Día contra la Censura en Internet, en el que denuncia los cibercontroles por parte algunos “enemigos de internet”, unos censores virtuales que la organización ha reunido en una lista, junto a los “Países bajo vigilancia”.
Creo que al final, como en el excelente relato de Vargas Llosa, las restricciones se vuelven contra los tiranos, y los atropellos y fraudes son conocidos con todo lujo de detalles por cualquiera que quiera conocer esa parte de historia infame.
Ahora Internet se proyecta como medio para luchar contra los regímenes dictatoriales (origen de la primavera árabe), y entonces, en la era no digital, la difusión de los excesos fuera más intrafamiliar y de base social.
De hecho, como es el caso de Trujillo, son los colaboradores más cercanos los que urden el ‘magnicidio’ que acaba con su vida, aquellos que contribuyeron a que ‘el padre de la patria’ cometiera los crímenes más execrables contra los derechos humanos. Precisamente, en este abuso los dictadores basan su legitimidad en el poder: para mantener el orden social, el progreso económico y una dudosa complicidad con países ricos que hacen negocio con las miserias de los megalómanos. Un bucle violento que pone en entredicho el mantenimiento pacífico del orden internacional.
Trujillo es el ejemplo más paradigmático (igual para ustedes hay otros) del perfecto sátrapa cuyo orden moral es delirante. Uno de los pasajes que resume este modelo es cuando “su excelencia” moraliza sobre las prácticas de los cortesanos más cercanos. Argumenta que prefiere que sus colaboradores hagan buenos negocios a que roben (su familia tuvo el monopolio del tabaco) porque aquellos “sirven al país, dan trabajo, producen riqueza y levantan la moral del pueblo”, mientras que las malversaciones “lo desmoralizan”.
Este ordenamiento diabólico tiene su expresión más perversa en su alianza en el ejército y la policía, con brutales represiones y una corrupción sostenida. El SIM sembró el terror entre la ciudadanía, con prácticas de tortura muy engrasadas (por cierto, son universales en cualquier confrontación bélica o tiranía) que quitaba o reponía vidas al antojo de los sanguinarios jefes. En una ocasión, al reprimir el atentado contra Trujillo, un patético Johnny Abbes quería mantener consciente a uno de los conspiradores (ya moribundo) a través de la intervención médica. Tras ser amenazada la vida del facultativo de forma reiterada, éste lanza la más lógica de las reacciones: “no puede usted quitarme tantas vidas, pues solo tengo una…” De esta manera la bestia se descoloca.