No me gustan los toros. No disfruto ver sangrar a un animal, a ningún ser vivo, incluso a una simple hormiga si pudiera ser así (en cambio, defiendo cualquier signo de violencia en defensa propia, incluyendo la humana… contradicciones que tiene uno) pero, principalmente, me aburren. Ello no me impide reconocer que forma parte de nuestro acervo cultural. Aunque al respecto conviene recordar que hace poco en algunos sitios soltar cabras desde campanarios era una tradición bien vista, por quedarme tan solo en usos y costumbres autóctonos. Y de verdad no voy a entrar en ningún debate ni ninguna polémica al respecto, porque ya lo he hecho en el pasado en numerosas ocasiones a lo largo de mi devenir profesional y me invade ya la pereza y el hastío. Argumentos, todo el mundo tiene. Conozco suficientemente los posicionamientos de ambos lados, los taurinos y los antitaurinos, y puesto que hace ya demasiado tiempo que he expuesto los míos, reiterarlos es una innecesaria pérdida de tiempo.
Pero, aclaro, no soy ningún talibán y soy consciente de ese legado cultural, literario que ha generado este mundo. De ese lenguaje verdaderamente hermoso y ese ritual generado por la que por muchos es considerada la fiesta nacional… con la que nunca he conseguido identificarme, y no es mi intención irritar a nadie. Es una cuestión de sensaciones o sentimientos.
En cualquier caso, cuando veo una película, contemplo un cuadro, escucho lo que sea o leo un libro, no me muevo por mis convicciones de todo tipo (aunque cuando se alían forma y contenido es el colmo), sino por la calidad y la tolerancia, o las que considero como tales. O mejor aún, me descubro ante aquello que logra captar mi atención, que me fascina, que me engancha, aunque esté en las antípodas de pensamiento. Juzgo por considerandos profesionales, artísticos y no por ideología o cualquier defensa del asunto que fuere (dos de mis documentales favoritos son de vomitiva ideología nazi, por no hablar del “Potemkin” o de la fundacional “El nacimiento de una nación”). Siempre teniendo en cuenta esa innata curiosidad que prendió en mí desde la niñez y que me continúa felizmente acompañándome. Ese escuchar a todo y todos, aunque con algunos me sienta en las antípodas.

Es lo que tiene ser un librepensador de manual con lo que eso conlleva, ese no satisfacer a nadie salvo a uno mismo… y a veces ni eso. Tal que como aquellos maravillosos estudiantes que conformaban y me conmovieron hasta las entrañas liderados por el impagable profesor Keating (añorado Robin Williams) en la sublime “El club de los poetas muertos” (cuanto bien me hizo esta película, jamás me cansaré de ponderarlo y agradecerlo). Qué le vamos a hacer, a veces uno acaba siendo “esclavo” de sus “convicciones” para consigo mismo y con los demás.
Lo expuesto lo es sin detrimento de que pueda mantener líneas rojas, como contra quienes ataquen o socaven la libertad ajena por pensar diferente. O contra los que traten de imponer a la fuerza cualquier idea o consigna. Y tengo claro que las palabras pueden llegar a dañar tanto como el más mortífero misil, pero por sí solas jamás afectan a la integridad física.
Viene este largo preámbulo, otro de mis sermones de la montaña, a propósito de la polémica generada por esta película. Y para volver a dejar claro por enésima vez que no es necesario abrazar los contenidos de una obra del tipo que sea para poder apreciarla como tal, desde puntos de vista estéticos. Desde luego a mí solo me condiciona lo que me pueda o no transmitir lo planteado por el creador.
Además, el hecho de haberla programado en una de mis actividades cinematográficas (repito por alguien que no es seguidor de lo taurino), me ha granjeado algún que otro airado posicionamiento de algún merluzo de maneras furibundas. Pues ya saben, nadie más autoritario que quien así define gratuitamente a los demás. Sabido es, y de no ser así pueden tener un problema, que vivimos un tiempo -¿alguna vez dejó de ser así?- en que resulta muy frecuente el pensamiento único a un lado y a otro.
Y es que a “Tardes de soledad”, de la que puedo entender su flamante, aunque más bien debería matizar flamígera, Concha de Oro en el Festival de San Sebastián, un documental brutal, desgarrador, que puede que no estuviera inicialmente entre mis apetencias, debo admitirle méritos… y también deméritos.
No dejo de valorar el concienzudo y potente trabajo llevado a cabo por el singular cineasta catalán Albert Serra. Se ha esmerado en unas imágenes insólitas que no escamotea detalle en transmitir todo el ceremonial de este tremendo espectáculo. Y se podrá discrepar o no de su punto de vista, que es posible que moleste por igual a unos y otros, pero no cabe duda que aporta una visión diferente del tema.
Lo llevado a cabo con el seguimiento del torero de moda, el peruano Andrés Roca Rey, su periplo por distintas plazas, es de una innegable fuerza expresiva, de una belleza formal salvaje, bárbara, verdaderamente demoledora, noqueadora.
Serra desecha los planos generales de los aficionados, aunque los ruidos y voces de ellos acaben erigiéndose en un elemento importante para transmitir el indispensable ambiente de las faenas, lo contrario hubiera sido hurtar un factor fundamental. Sonido y montaje adquieren una todavía mayor importancia de la enorme que ya de por sí tienen.
Agradezco la aportación de los comentarios de la cuadrilla del matador. También esos planos del toro mirándonos a los espectadores, de su soledad y de la de quien se enfrenta a él.
Esos primeros planos, o de aproximación, centrados exclusivamente en la faena, el de los propios protagonistas, son todo lo sofocantes y exhaustivos que ha pretendido su director. Desde luego no ahorra nada en ofrecer violentas y sanguinolentas escenas (un crítico ha llegado a afirmar que es “lo más asqueroso que ha visto en décadas”).
Pero esto no es suficiente para que se gane mi definitiva incondicionalidad. A los tres cuartos de hora todo me acaba resultando reiterativo, cansino. Si quieren igualmente artístico, de acuerdo, pero pesado.
El que aquí me ocupa es un buen documental que admito que puede sumarse a una filmografía más o menos destacado, pero que, en mi exclusivo caso, no consigue sino reafirmar mi alergia por lo retratado. Y no me atrevería a definirlo como a favor o en contra de lo taurino (que cada cual extraiga sus propias conclusiones, son varios a los que he oído manifestar que no acaba de entrar al trapo), pero defenderé siempre que su director la haya hecho en libertad.

Lo que no puedo evitar es que se me acabe haciendo largo, pues tengo esa sensación tras haber visto sus compases iniciales. Una poda de media hora o tres cuartos no le hubiera venido nada mal.
No me llamo a engaños tampoco sobre que esta reseña contente a unos o a otros, pero ese no es mí problema, pues sobre mis propios gustos o disgustos, sobre mis posturas, no puedo traicionarme. Y no busco que nadie me quiera echar un capote, conste en acta.
Indudablemente supone un experimento diferente para bien o para mal, que cada cual decida, pero ¿máximo galardón en el festival donostiarra? Bueno.
Una última cosilla. Sobre estos ambientes se han hecho varias
y excelentes películas. Citaré a modo de ejemplo la maravillosa “Tarde de toros” del grandísimo Ladislao Vajda, “Mi tío Jacinto” (sublime, tal vez la mejor, genial otra vez Vajda), “Torero” de mi paisano orensano Carlos Velo (rodada en México con la figura de Carlos Arruza como protagonista), “Arruza” (del maestro del western Budd Boetticher, gran apasionado de las corridas), “El torero y la dama” (de nuevo Boetticher), “Torero a la fuerza” (divertidísima parodia con Eddie Cantor), “El Litri y su sombra” (un estupendo y subvalorado trabajo del gran Rafael Gil, el de la magistral “El clavo” entre otras), “Blancanieves” (inolvidables esos Enanos Toreros) o el fastuoso y glamuroso melodrama hollywoodiense -sobre base de la novela de Blasco Ibáñez- “Sangre y arena”. Hay varias más, estas son las primeras que se me han venido a la mente.