Una reciente revisión de la que supusiera la penúltima producción del maestro del melodrama y genial director Douglas Sirk (“Imitación a la vida”, “Escrito sobre el viento”, “Ángeles sin brillo”, “Solo el cielo lo sabe”, “Obsesión”, Siempre hay un mañana”), fechada en 1958, me ratifica, me acentúa aún más su enorme valor y grandeza.
Estamos ante una historia de exaltación amorosa en situaciones límites (en tiempos bélicos en este caso, donde todo se acelera más) y de la fugacidad de la existencia. También resulta incuestionablemente gráfica a la hora de mostrar el horror provocado por la guerra, sus consecuencias más íntimas y devastadoras.
Recupero unas palabras del colega Francisco Marinero que expresan y condensan perfectamente el espíritu de esta verdadera joya del Séptimo Arte, merecedora de una urgente reivindicación: “Obra maestra que, realista en la descripción de la situación, sublimadora en la descripción del amor, refleja como pocas películas la ilusión de vivir, de felicidad y la crudeza de la realidad”.
Parte de un material literario muy sólido, una novela de Erich Maria Remarque (“Sin novedad en el frente”) publicada en 1954. Al propio autor le fue reservado un pequeño pero sustancioso papel como el profesor Pohlard, superviviente entre las ruinas de una bombardeada pequeña ciudad alemana en la que transcurre buena parte de su trama.
El mañana no existe para sus protagonistas, un joven militar alemán (John Gavin, en su mejor interpretación, futuro embajador USA con el gobierno Reagan), Ernest Graeber, de permiso del frente durante 21 días -tal como el enunciado de un mini clásico británico “treintero” protagonizado por el que fuera marido en la vida real de la divina Vivien Leigh, el insigne Laurence Olivier- y una chica, Elizabeth Kruse (un adorable Liselotte Pulver), que trata de salir adelante como buenamente puede. Vivirán unos días de enamoramiento y esperanza plenos pese al horror existente a su alrededor, con el telón de fondo de un mundo que se derrumba y en el que ver amanecer cada día supone toda una inmensa victoria.
Lo expuesto desprende verosimilitud, autenticidad y sentimiento. Ello bajo el paraguas de una espléndida fotografía del gran Russell Metty y una banda sonora del no menos grande Miklos Rozsa, un genio capaz de alternar acordes épicos y líricos. Y aunque tan solo fue nominada al Oscar al mejor sonido, sus elementos técnicos son ejemplares, están inmejorablemente ensamblados e insertados.
Atención especial a la secuencia y al plano final… Contundente, seco, desolador, revelador del propio significado de nuestra existencia.

El rodaje tuvo lugar en la Alemania natal del cineasta pues, aunque el grueso de su obra lo filmaría bajo pabellón estadounidense, supongo que esta fue su manera de contribuir a mostrar el terror vivido en su país, principal motivo por el cual acabaría trasladando a Estados Unidos.
Sirk la rodó entre dos hitos de su carrera, pues el último tramo de la misma es de los más deslumbrantes que se recuerden jamás de alguien tras las cámaras, entre las ya citadas “Ángeles sin brillo” e “Imitación a la vida”, otras dos cimas del género en el que reinaría durante dos décadas los 40 y 50, o tal vez tres, pues la previa de los 30 en su país natal no tiene desperdicio alguno, más bien lo contrario, de obligada reivindicación. Véanse si no “La muchacha del páramo”, “La habanera” o “La golondrina cautiva” entre varios trabajos más.
Sin duda, una de las más bellas, apasionadas y entusiastas historias románticas y anti belicistas jamás filmadas. Delicadeza y crueldad son aquí las caras de una misma moneda, de ahí que su título difícilmente pueda resultar más sintéticamente certero.
Es conmovedora, emotiva, maravillosa, triste y alegre a la vez, exultante y decadente, bellísima, inolvidable… creo que su recuperación por parte de muchos o de nuevas generaciones, bien puede constituir un plato cinco estrellas Michelín.