-Cuando se encuentran por primera vez Hepburn y Peck, ella somnolienta por el efecto de un calmante inyectado por el médico de la corte, ella acierta todavía a recitar un poema que supone un elogio de la dulzura, de las buenas maneras, de los mejores sentimientos. “Vacaciones en Roma” es un ejemplo inmejorable de ello en un tiempo en los que estos parecen cotizar a la baja. Y también de la sutileza, de la delicadeza, de la elegancia, de la consideración con los demás.
-Viéndola por trigésima -más o menos- vez me planteo ¿y si todo fuera un sueño de ella provocado por la ingesta de esa medicina? Algo parecido a lo que algunos hemos creído intuir en esa otra obra maestra de capital importancia en la historia del cine, la negrísima y a la vez luminosa “Laura”. Con otro bellezón radiante y esplendoroso, de otro corte y confección… Gene Tierney. Tal vez de líneas y rasgos más perfectos aún que los de Audrey, igual de irresistible si me apuran, aunque en otro estilo, pero ay, la expresividad de mi amada actriz es inigualable, esa sonrisa franca y que genera la máxima confianza, esos enormes ojos almendrados, esa dulzura y delicadeza (vuelvo a ello) inacabable. Sólo por haber puesto en este planeta a una mujer como ella, ya merecería la pena esta vida.
-Su guionista, Dalton Trumbo, perseguido de manera infame y atroz por el maccarthismo, estaba tildado de comunista (la verdad es que creo más bien que en los USA estos vienen a ser el equivalente a los socialdemócratas en Europa, pues los primeros como tales son una rara avis por aquellas latitudes). Pues bien, la elegancia y consideración con la que trata una institución como la monarquía la considero ejemplar. Se pone en la piel de quienes están tras la misma, aunque él fuera un republicano como yo, al estilo norteamericano (no de partido, sino de sistema). Conclusión: una con la que me identifico plenamente, antepone las personas a las instituciones. Y es que -no deseo caer en el tópico, pero no lo puedo evitar- igualito que el tratamiento que le concederíamos en esta mi querida España (o Alemania, o cualquier otro lugar (salvo la Gran Bretaña de “La reina”), y conste que me siento orgulloso del cine de aquí, pero nuestra actitud mental en ciertas ocasiones peca de un sectarismo que me estomaga.
-No puedo evitar volver a verla -pese a que me la sé cómo de pequeño me sabía el Padrenuestro- comiencen las cuencas de mis ojos a inundarse de lagrimones. Esos cruces de mirada en silencio entre Peck y Hepburn son insuperables, verdadera dinamita y oro puro cinematográfico. Aplaudo como un poseso ante ese desolador y, a la vez, feliz (por lo vivido) plano final… con Peck paseando con el mismo estilazo que Fonda, Wayne, Mitchum, Tracy, Gable y los innumerables grandes que en Hollywood han sido.
-A todos los que hicisteis esta película. Benditos seáis… Me da lo mismo que sea en nombre de algún buen dios, de la propia esencia terrenal o de mis protectores celtas. Millón de gracias. Y si a Bergman y a Bogart siempre les quedará París, a Hepburn y Peck siempre les quedará Roma. Y a mí estas dos sublimes películas… que jamás, jamás, pasarán de moda.
-Este es mi concepto máximo y supremo del cine. Y es que al igual que ha comentado el lúcido y sabio José Luis Garci, y que yo -especialmente según voy cumpliendo años- suscribo al cien por cien… el cine es EMOCIÓN (bien sea de rasgos terroríficos, sociales o sencillamente románticos, como es el caso).