Vaya una declaración de principios por delante. En cine, en el arte en general, me da exactamente igual que una obra sea «woke» o «anti woke», original o «remake», blanca o negra, azul o roja, si a cambio de ello logran llamar mi atención o ganarme para su causa estrictamente cinematográfica, artística.
Digo esto porque me tiene un tanto harto la polémica surgida a propósito de esta nueva adaptación con personajes reales y molestos efectos digitales del universal cuento de los hermanos Grimm.
No menos cierto es que esas «inclusiones forzadas» del término «woke» me resultan latosas en algunas ocasiones. Porque a ver, puesto que la protagonista ya no tiene la tez del todo blanca, ¿por qué seguir persistiendo en el título de «Blancanieves»? Y por qué también esa permanente manía a machamartillo de aplicar códigos o usos y costumbres de hoy en día a historias del pasado.
Por otra parte, he de reconocer que tampoco me parece mal actualizar o modernizar esquemas que han podido quedarse obsoletos o que casan con aperturas de miras instalados en las sociedades que vivimos y se alejan de esos otros posicionamientos que se han quedado rancios. Los tiempos cambian, eso suele ser inexorable… e inevitable. En cada cual está situarse a favor o en contra, tan solo pido por favor una cosa, que esos posicionamientos surjan siempre desde valores democráticos, con todo lo que ello pueda tener de imperfecto, pues ya lo dijo sabiamente el grandísimo Winston Churchill, «la democracia es el menos malo de los sistemas». Por supuesto, si una de las características de estas es el respeto a las minorías, no menos cierto, es que estas últimas no deberían imponer sus principios a quienes son más. Aunque esto me trae a la memoria que Hitler ganó unas elecciones. No deja de resultar compleja la cosa… y esto tan solo a raíz de la reflexión surgida por una aparentemente inocente narración.
En fin, puesto que este aspecto puede acabar resultando muy espeso, por ello me acabaré centrando exclusivamente en lo visto en pantalla. Y esto no es otra cosa que un relato de esos de toda la vida, de la mía al menos, con la incorporación de esa nueva perspectiva mencionada, muy cuidado en cuanto a su dirección artística, a sus decorados o a lo que sus paisajes se refiere, con dos buenas protagonistas femeninas y una réplica masculina que aguanta el tipo.
Aquí el príncipe es un currante concienciado con la lucha de los más desfavorecidos, una especie de Robin Hood, que no se dedica solamente a extasiarse ante la princesa, y esto no me parece nada mal, y con ésta, mostrándose como una mujer de su tiempo, toda una luchadora.
Y dirán ustedes con toda razón… sí, el cuento ha cambiado mucho, pero ay, es lo que pasa con este y con todos los surgidos en la ficción o la vida, que según cambian los tiempos o cumplimos años, van transmutándose.
Creo que lo principal es que a pesar de ser este un proyecto innecesario tal como ha quedado no me parece ni mucho menos rechazable.
Eso sí, dos reprochillos o reprochazos. La madrastra, una Gal Gadot (Wonder Woman… no podría haber otra mejor en este siglo, tremenda mujer en todos los sentidos la exsoldado israelí) es más tremenda en todos los sentidos que la propia Blancanieves, con todos mis respetos a una francamente atractiva. El otro borroncete, y ahí sí que estoy de acuerdo con -parece ser por lo que leo- una aplastante mayoría. Y es que los CGI que reproducen a los enanos o personas de talla reducida -¿por qué no haber utilizado actores reales como ha reclamado con toda razón Peter Dinklage– chirrían hasta decir basta, incluso hacen daño a los ojos como perfectamente ha expresado algún colega. Su diseño conceptual, sobre pantalla lo considero fallido. Pues eso.
¿Saldo final? Pues se deja ver con cierto agrado y sin son capaces de abstraerse de la polémica surgida en varios frentes, es un pasatiempo pasable. Y es que en general, no ha resultado tan nefastas esa política de las «live action» de Disney.