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Centauros del desierto

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Una escena de ‘Centauros del desierto’
José Luis Vázquez / CIUDAD REAL
Tengo la inmensa fortuna de que me gustan por igual absolutamente todos los géneros cinematográficos, claro, siempre que me proporcionen lo mejor de sí mismos. Me gusta el CINE por encima de cualquier otra consideración o filiación, como me gusta el FÚTBOL por encima de reconocerme un madridista irredento, pero debo admitir que hay dos por los que siento una especial debilidad: el romántico, o las buenas historias de amor, y el western clásico norteamericano.

Son más de 50 años de mi existencia contemplando cabalgadas a la luz de la luna; duelos al sol más abrasador, en la alta sierra o en establos al amanecer; huidas desesperadas a perdidas necrópolis indias por parte de parejas juntas hasta la muerte; Johnny Guitarras al reencuentro de olvidados amores que en realidad no languidecieron jamás; tipos errantes en búsquedas o no de estrellas solitarias; grupos salvajes; diligencias al encuentro de inaplazables compromisos; magníficos socorriendo a desheredados; niños fascinados que reclaman el calor de amistosos pistoleros heridos que se desvanecen ante la llamada de las lejanas colinas; hombres de leyes que edificaron su prestigio sobre falsas carreras políticas y leyendas en las que supuestamente mataron a desalmados forajidos; trompetas o tambores lejanos; también horizontes y tierras lejanas en los que el winchester 73 es el rey del territorio; hombres del Oeste de una recia integridad o solos ante el peligro; profesionales tipos en torno a ríos bravos; jinetes pálidos con o sin perdón; el Séptimo de Caballería acudiendo siempre al rescate aunque alguna vez murieran con las botas puestas; crepúsculos más allá de quiméricos el dorados; ríos lobo, de sangre o rojos; arduos pasos al noroeste de Estados Unidos; individuos en perpetuo estado fronterizo; valientes que en su crepúsculo andan solos o por praderas en las que no quieren ver alambradas; invencibles legiones que llevan cintas amarillas como distintivo; vengadores solitarios o sin piedad; flechas rotas; horizontes de grandeza, épicas conquistas del Oeste; estaciones comanches; otoños cheyenes; soldados  de la Unión que bailan con lobos; resistentes ancianos de parche con valor de ley; fort apaches o bravos; inhóspitas tierras más allá del Missouri o conquistadas por caravanas de mujeres; exploradores en tierras salvajes o enérgicas chicas de saloon de buen o mal vivir según se entienda la misa.

Constituyen algunos aditamentos, condimentos, figuras e icónicas imágenes que convierten a este género en único, que conforman la educación sentimental de este peter pan que jamás se atrevió a dar el estirón como buen y fidedigno émulo del héroe, o en el fondo tal vez cobardica, de las mallas verdes. Con la peculiaridad de ser tal vez el más puro y genuino de todos los existentes, pues nunca con mayor razón y certificado de credenciales se hace cierto el concepto del Séptimo Arte como genuina y pura imagen en movimiento, con la cámara girando sobre su propio eje. El musical también puede ser considerado dentro de estas premisas.

Todo este preámbulo para indicarles que, al igual que tantos otros simples aficionados o cineastas consagrados, “Centauros del desierto” es el western por antonomasia, mi favorito de cualquier tiempo o lugar, la Biblia de los mismos. Precisamente por ello, no quiero apelar o tirar excesivamente de datos sino de sensaciones perdurables, de impresiones grabadas a fuego vivo o lento, esas mismas que me provocan siempre el visionado de esta descomunal, colosal, homérica –esta es la mejor reedición posible de la Odisea contemplada en el siglo XX-, poética y ciclópea película en la que se juntaron, de nuevo, el mejor actor y el mejor director posibles… John Wayne y John Ford.

Ambos fueron fundamentales en construir un poema agónico, desolador, cosido a base de imágenes de cegadora belleza. En elevar la tragedia a su máxima categoría ambientándola en el lejano/cercano Oeste, dotándola de todavía mayor profundidad, lo cual ya es decir.

Ha sido o es el favorito de Spielberg, Welles, Lucas, Scorsese o tantos otros genios de este impagable invento. Todos ellos han destacado una poética visual y ética verdaderamente únicas, irrepetibles. Seguramente Clint Eastwood lo tuvo muy en cuenta, muy presente en la composición del viejo cascarrabias “racista” de “Gran Torino”. Pero sin mimetismos, absorbiéndolo y centrifugándolo adecuadamente, imprimiendo su propio sello. De todas formas, su inmensa influencia se ha prolongado en el tiempo y en todo tipo de latitudes. Una de sus últimas consecuencias ha sido en la notabilísima producción francesa “Mi hermana, mi hija” de Thomas Bidegain (2015).

Es la demostración, para quien esto escribe incontestable, de que Wayne ha sido el actor más grande en esto de atravesar o rasgar una pantalla, dotado de una fisicidad inabarcable, imponente. Todo un personaje que trascendía a sus personajes, los vampirizaba, los hacía suyos.

Su complejo, obsesivo, racista, inadaptado Ethan Edwards, finalmente vulnerable en su perpetua soledad, pues la rabia y la permanente derrota en todos los campos de batalla, incluidos los sentimentales tal vez le otorgaran una cubierta no del todo ajustada a su verdadera esencia, ha quedado profundamente impresa en las antologías. Su mimetización agónica, titánica, sensible, sin pizca de afectación alguna, heroica, va alojada en mi memoria sin posibilidad de olvido salvo que alguna devastadora enfermedad de la memoria pudiera provocar alguna de las suyas.

Entre decenas, quiero destacar una secuencia que define alguna de las ingentes virtudes del cine de Ford y del gran cine norteamericano, tal como es su capacidad de síntesis y sugerencia. Me refiero a la manera con que la cuñada coge su guerrera (su esclava), cuando éste llega al principio al hogar de su hermano. Son apenas unos segundos, pero la forma en que lo hace y es contado, explica que en el pasado ha habido un volcán amoroso de grado diez en la escala Richter. La constatación de una pasión cuyos rescoldos no han acabado de consumirse y seguramente jamás lo harán pese al tiempo transcurrido.

Pero, además, ofrece galopes y cabalgadas por ese Monument Valley de una emoción difícil de expresar en toda su magnitud, escarceos filmados con la habitual maestría de su director, sin renunciar en ningún momento al sentido del humor (el pasaje con la esposa india que hoy en día podría ser tildado de machista en algún momento puntual, posee una indudable gracia), sobre todo en lo referido al romance surgido y no del todo asumido entre Vera Miles y Jeffrey Hunter. Elípticas y cruentas puestas de sol, indios, parte de la compañía estable fordiana, luz, vida, tierra rojiza (marciana, como acertadamente ha señalado José Luis Garci), son parte de la sal y pimienta de una inagotable saca de especias y resoluciones visuales de todo tipo.

Y luego está ese plano con el que se abre y cierra la película, circular, capicúa, a propósito de una puerta en la que Wayne entra o sale siempre solo, (auto) desplazado, sujetándose el brazo, finalmente recluyéndose de nuevo en su soledad, en su desarraigo, en su inadaptación, en su fracaso dignamente paseado, volviendo probablemente a la búsqueda de no se sabe muy bien qué. No deja de constituir un homenaje a un actor muy querido por Ford, con el que había trabajado en numerosas ocasiones en la época muda y con el que una vez fallecido continuaría posteriormente la relación a través de su hijo llamado igual, Harry Carey Jr.

Hermosísima a rabiar, casi testamentaria como prácticamente la mayor parte de la última etapa de su autor, conmovedora hasta el corvejón, inalterable al paso del tiempo, eterna.

Y, por cierto, “Los buscadores” (mejorado en el español con el que aquí fue estrenado) es su elocuente título original.

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