´Cuenta conmigo´… Inolvidable infancia

'Cuenta conmigo' presenta un reparto no, lo siguiente, un repartazo de jóvenes promesas

Ésta nostálgica, cuasi elegíaca cinta es una oda a la niñez, a esos iniciáticos y trascendentales descubrimientos afectivos o de otro tipo, a las primeras inmersiones serias en el siempre complicado mundo de los adultos

Siempre que veo o acudo a “Stand by Me”, o sea “Cuenta conmigo”, y van ya unas cuantas decenas de veces, al escuchar ese monólogo, esas palabras, finales de Richard Dreyfuss –y al señalar esto aseguro a quien no la conozca que no le reviento spoiler alguno-, unos enormes lagrimones a mares suelen surcar casi siempre mis mejillas. Son aquellas en las que dice “A veces pasa, los amigos entran y salen de tu vida como los camareros en un restaurante… Nunca he vuelto a tener amigos como los que tuve cuando tenía doce años. Dios mío ¿los tiene alguien?”.

Aprovecho la ocasión para apelar al buen dios en el que me cuesta tanto creer para dar gracias y por haberme permitido disfrutar en tantas ocasiones a lo largo del tiempo de una película como esta. Podría ser perfectamente el retrato de mi infancia, las de tantísimas infancias, de una manera u otra las casi la de todas diría, siempre que apelemos a esos primeros sentimientos de camaradería.

Porque de esto va, de amistad y colegueo fundamentalmente, esta obra maestra que responde al nombre de Rob Reiner, responsable de otras cuántas maravillas más, como “Las princesa prometida”, “Misery” (basada en una novela del mismo autor aquí adaptado, ahora me referiré a él), “Cuando Harry encontró a Sally”, “Algunos hombres buenos”, “Juegos de amor en la universidad” y una de no hace mucho, bastante desconocida y que vuelve sobre muchos lugares aquí comunes, “Flipped”, verdaderamente estupenda.

La película va de amistad y colegueo fundamentalmente, esta obra maestra que responde al nombre de Rob Reiner
La película va de amistad y colegueo fundamentalmente, esta obra maestra que responde al nombre de Rob Reiner

Y es que ésta nostálgica, cuasi elegíaca cinta es una oda a la niñez, a esos iniciáticos y trascendentales descubrimientos afectivos o de otro tipo, a las primeras inmersiones serias en el siempre complicado mundo de los adultos, a la pérdida de la inocencia.

Ello viene expuesto mediante un viaje de aprendizaje. La excusa es la búsqueda del cuerpo arrollado por un tren de un crío de la misma edad que el grupo de cuatro amigos protagonistas. Precisamente esa máquina de acero, las vías por las que discurre, resulta fundamental tanto a la hora de acaparar una espléndida secuencia (esa locomotora zigzagueante a punto de pillarles en un puente) como otorgándole representación gráfica a esa metáfora de la vida que acaba suponiendo esta historia (pero sin dar el coñazo, desde un naturalismo y una naturalidad acongojante). En la que lo que cuenta es hacer ruta, comenzar a transitar hacia una madurez que comienza a vislumbrarse en el horizonte, y a la que a algunos se les va notando más que a otros. Al respecto, hay una secuencia definitoria en la que mientras dos de los críos hablan de quien es más poderoso si Super Ratón o Superman, los otros dos se refieren a cuestiones de mayor fuste o trascendencia.

Y ahora sí, ahora toca citar al autor literario en el que está basado esto. A Stephen King. De cuyo relato, “The Body/El cuerpo”, se extrajo el material que le otorga contenido a esto. Recordar a modo de una mayor precisión, que pertenece a su novela “Las cuatro estaciones”.

Parece ser que esta fue la primera adaptación plenamente exitosa de su bibliografía, aunque las espléndidas “Carrie” y “El resplandor” ya habían abierto fructíferos surcos, populares boquetes y plausible apertura.

Su capacidad de fabulación queda patente no solo en la trama central sino en esa expresiva recreación de una narración dentro de otra narración, titulada “Culograsa”.

Apuntálese todo esto con un reparto no, lo siguiente, un repartazo de jóvenes promesas varias de las cuales acabarían fructificando al cabo de un breve período de tiempo. Entre ellas el malogrado River Phoenix, en un precioso, duro y paternal papel de chico siempre dispuesto a echar una mano a los demás, pese a que a él se las hayan echado más bien al cuello en ambientes familiares.

El resto de ese cuarteto lo conforman Will Wheaton (el narrador, al que en su edad adulta acoge la figura de un fugaz pero emotivo Richard Dreyfuss), el felizmente inevitable en aquellos tiempos ochenteros Corey Feldman (fíjense qué filmografía más felizmente representativa: “Los Goonies”, “Gremlins” y “Jóvenes ocultos”) y Jerry O´Connell (“Jerry Maguire”, “Misión a Marte”, me gusta bastante la segunda citada, insólita peli del genial Brian De Palma).

Junto a ellos, apariciones más o menos fugaces pero sustanciosas de un ya reconocible John Cusack (como el hermano fallecido de Gordie, al que vemos tan solo en flashback) y el inefable Kiefer Sutherland (digno hijo del gran y recientemente desaparecido Donald), que como leyera en alguna ocasión con un simple pitillo y un peinado revelador compone perfectamente a su personaje.

No se olvide que estamos en la rutilante y relativamente ingenua América de los finales de los 50. Pero la ambientación no tiene que tirar de parafernalia para hacerse absolutamente creíble y transmitírnosla con el máximo acierto. El ambiente rural en el que transcurre tampoco lo requiere.

Ya se encarga la música de teletransportarnos, de contribuir a esta extraordinaria operación añoranza. Resulta estupenda la banda sonora de Jack Nietzsche y esa selección de temas de finales de la década de los 50, desde el “Lollipop” de The Chordettes (se ha podido escuchar en varias  producciones desde que surgiera en 1958, como en esa destacable muestra terrorífica de hace tres temporadas que es “Smile”) hasta el que otorga título a esta entrañable película, el emblemático y emocionante hasta los tuétanos “Stand By Me” de Ben E. King, mi segunda canción de cine y en general favorita tras “Moon River”. Todo un himno a la solidaridad, a la confraternidad con un tono evocador que traspasa las mismísimas entrañas.

Finalizo como comencé, pongan los acordes de esta última canción y recuerden, “nunca he vuelto a tener amigos como los que tuve cuando tenía 12 años…”. No necesariamente siempre es así, pero la lejanía obra a veces el milagro de idealizar con todos sus sinsabores y reveses aquellos divinos tiempos en los que éramos chavales y comenzábamos a desplegarnos por este difícil mundo plagado de asperezas, engaños, traiciones, violencia, espinas y dañinas mentiras.          

Salir de la versión móvil