Y aunque las primeras escenas nos trasladen a un palacete de la nobleza francesa inmediatamente previa a la Revolución Francesa, no tardará mucho en trasladar su acción a una bucólica campiña francesa, a la Francia rural del siglo XVIII.
Todo ello para enmarcar una historia con ecos de cierta verdad histórica al mostrar el primero, o uno de los primeros restaurantes entendidos como tal, aunque éste se encuentre a caballo de aquellas típicas fondas de posta un poco más “refinado”, claro. En cualquier caso, este episodio ilustra los orígenes de la gastronomía francesa entendida como restauración, y por ende la del propio continente europeo.
Aunque el asunto de fondo tal vez sea el de la propia valía, la propia estima, los arduos o nada fáciles caminos para valorar lo que engullimos y para valorar también el mismísimo amor.
Y así como quién no quiere la cosa no deja de explicar la decadencia de esa -por ser suave- majadera nobleza francesa que acabaría precipitando la Revolución Francesa. No olvidemos que estamos en los mismísimos previos, en los prolegómenos de la misma, aunque aquí sea una cuestión que resuena tan solo de fondo. Un fondo que se encarga de apuntar acertadamente el lúcido hijo del protagonista, del que no hace falta ser un lince para deducir que será uno de los que enarbolen banderas del pueblo.
Al respecto, la crítica social esgrimida pese a resultar un tanto obvia en lo referido a esas clases elevadas y sojuzgadoras, es contundente pero elegante, lo cual no quita para que explique su decadencia de manera muy didáctica y se comprenda ese inminente alzamiento. Agradezco que no caiga en el trazo grueso ni en lo soez. Incluso que se permite alguna humorada o pasaje con sentido del humor, como esa definición del clero, “Dios creó el agua para saciar la sed de los hombres, pero pensó en los monjes cuando creó el vino”.
Y como ha apuntado un colega, no deja de ser una metáfora del plato sencillo, el despreciado por los poderosos por utilizar un tubérculo tan nutritivo y sabroso como la patata.
Todo ello bajo un manto pastoril, bucólico, de lo más agradecible, en los que cobra gran protagonismo una ambientación y fotografía preciosista, de bodegones en varios momentos (al respecto es de justicia destacar el nombre de su máximo responsable, Jean-Marie Dreujou). Todo un festín visual de jugosos platos, que van desde los hojaldres rellenos hasta perdices, cangrejos o carnes variadas.
Sin estridencias de ningún tipo, en un agradecible tono naturalista, incluso por momentos casi anticipador del impresionismo “renoiriano”.
Por supuesto, en una producción de estas características resulta fundamental el apartado interpretativo. Aquí la pareja que encabeza el cotarro es de primera, de amplia formación escénica. Él es Gregory Gadebois, visto recientemente en EL OFICIAL Y EL ESPÍA. Ella, Isabelle Carré, adorable, encantadora sin hacer alarde físico alguno, era la admirable monja LA HISTORIA DE MARIE HEURTIN. Se produce la química entre ellos y se traslada al espectador, a mí en este caso.
Ellos y el resto del reparto también contribuyen poderosamente a que las texturas, los colores, incluso si me apuran los sabores resulten muchísimo más apetitosos para esta apetecible y loable muestra de los albores de la anteriormente citada restauración gastronómica. Y, además, una muestra de lo más saludable de intriga -y sutil romance- culinaria.
(Está programada el 20 de enero dentro de Los Jueves al Cine con Cine Club Mancha a partir de las 20:45 horas)
