Un silbidito melódico y se escucha… OK Corral… Ok Corral… Esos primeros estribillos, armonías y compases interpretados por la enérgica y, a la vez, aterciopelada voz de Frankie Laine para este mítico western sobre el célebre enfrentamiento entre los Earp y los Clanton, pone en perfecta situación sobre lo que se va a contemplar a continuación, una balada triste, trágica y épica ambientada en el salvaje Oeste.
Es la segunda mejor versión –y las hay muy buenas- para la gran pantalla de dicho episodio, tras la prácticamente insuperable “Pasión de los fuertes (My darling Clementine)” de John Ford, esa en la que ver caminar a Henry Fonda constituía por sí misma toda una lección de cine. Pero ojo, esta del maestro y especialista en el género John Sturges (“Los siete magníficos”, “Desafío en la ciudad muerta”, “El último tren de Gun Hill”, “Fort Bravo”, “El sexto fugitivo”) es magnífica, extraordinaria.
La filmó con mano firme, segura, sobria, poderosa, obteniendo un trabajo rebosante de clasicismo, madurez, limpieza narrativa. La planificación, la tensión con la que está ejecutado ese duelo final, o cómo están enfilados los personajes tanto en situaciones dramáticas o más destensadas, es verdaderamente modélica. Igualmente ejemplar y conmovedora resulta cómo está fraguada y resuelta esa paulatina y sutil relación de amistad y de reconocimiento mutuo entre sus protagonistas.
Si encima tuvo la oportunidad de contar para los dos papeles principales con unos siempre inmensos y electrizantes Kirk Douglas como el tuberculoso dentista y pistolero Doc Holliday, y Burt Lancaster como el patriarca de los Earp, de nombre Wyatt (a quien dedicara Kevin Costner una brillante aportación al personaje y al tema, en su faceta de actor bajo las órdenes del gran Lawrence Kasdan), ello no podía sino contribuir decisivamente a tan memorable resultado final.
Apoyando a estos dos grandes, un desfile de característicos de los de resoplar de gusto. Por ahí pululan la flamígera Rhonda Fleming (como buena chica mala), Jo Van Fleet (la madre meretriz de Dean en “Al este del Edén”), el casi inevitable John Ireland, un pipiolo Lee Van Cleef antes de su etapa almeriense, el siempre infatigable Jack Elam o un jovezno Dennis Hopper.
Todo un festín de intérpretes de la mejor escuela de intérpretes estadounidenses, de esa que en la que parece que no representan, sino que sencillamente son tal cual.
Inolvidable tema musical, citado al comienzo de esta reseña, compuesto por otro maestro, Dimitri Tiomkin, que va contrapunteando y marcando las pautas de la acción y los acontecimientos.
De obligada referencia.