La adoro, la venero, tal como me sucede con una gran parte de la obra de su máximo responsable, el mago de Burbank, el californiano Tim Burton. Este fue su cuarto largometraje y a fecha de hoy, si tuviera que elegir un solo título de su filmografía, elegiría este sin duda. Y a continuación “La novia cadáver”. O, tal vez, a la inversa… o las dos, a la vez, en programa doble. Y después “Big fish”, “Frankenweenie”. Y “Pesadilla antes de Navidad”, aunque no lleve su firma, pero sí su impronta y distinción. Y “Ed Wood”. Y “Charlie y la fábrica de chocolate”. Y “Sleepy Hollow”. Y… casi todas, ya les digo. Tan solo relegaría un poco más atrás la que supuso su debut, la un tanto excéntrica y obra de aprendizaje, “La gran aventura de Pee Wee”, la un tanto fallida “El planeta de los simios” y la un tanto endeble secuela del Caballero Oscuro, “Batman vuelve”.
Cuarto largometraje de una filmografía compuesta por diecisiete títulos cuando escribo esta reseña, el que hace este número a punto de estrenarse es el muy sugestivo a priori “Big eyes” (una aproximación a la biografía de los firmantes de cuadros de niños con grandes ojos Margaret y Walter Kean), probablemente alcanzaría aquí su cénit artístico… que en buena medida ha ido apuntalando con el paso del tiempo y con otros impagables hijos cinematográficos.
Precisamente la creación de mundos especiales, singulares, únicos, en el que se mezclan los aires góticos, con otros más abigarrados o barrocos, constituye uno de los distintivos de su autor. En una industria a veces un tanto adocenada y liofilizada, Burton destaca por su deslumbrante y exuberante estilo. A la par que narrador es un ilustrador sin parangón. Tras o junto a Clint Eastwood, Steven Spielberg, Ridley Scott, los hermanos Coen o Martin Scorsese, es el cineasta del que espero siempre con más impaciencia sus nuevos trabajos.
“Eduardo Manostijeras” tal vez constituya el mejor ejemplo de sus abundantes, variadas, variopintas, fantasiosas y maravillosas influencias. Desde “La parada de los monstruos” hasta “Pinocho”, desde “El doctor Frankenstein” hasta “La bella y la bestia”, desde la literatura de Edgar Allan Poe hasta el cine de Roger Corman y su ciclo dedicado a adaptaciones del lúgubre escritor, desde Walt Disney a Lewis Carroll. Todo cabe en su cámara-turmix de renovadora, cegadora, sombría, resplandeciente poesía.
Sus planos, sus secuencias, sus imágenes son de los que no se olvidan. Ver las obras artísticas que Eduardo construye con sus tijeras, ver bailar bajo la nieve a su amada, ver ese irreparable llanto de la criatura ante la definitiva pérdida de su creador, ver a esa abuelita contando a su nieta un inolvidable cuento… ver todo eso y miles de momentos más es una experiencia única para cualquiera con corazón de soñador que no ponga límites a la imaginación y los sentimientos.
Y no podía haber elegido un actor más adecuado que el extravagante y siempre personalísimo Johnny Depp. Le pone manos, corazón y vida a este ser adorable y sensible hasta el delirio. Wynona Ryder le secunda con el necesario embeleso. El mítico Vincent Price es un inmejorable y anglosajón Gepetto. Y así con todo el resto del reparto.
Y qué decir del inevitable en la obra burtoniana Danny Elfman. Ese músico que acerca los sonidos más celestiales a estos mundos terrenales henchidos, rebosantes en fantasía.
Es una película tan bella, tan desesperadamente romántica, imaginativa, conmovedora, emocionante, luminosa, reconciliadora con lo mejor de nosotros mismos y con nuestros más hermosos sueños, que agoto las palabras y los epítetos para describirla. No creo que haga falta insistir en que desde el mismo momento que la descubrí, allá por 1990, pasó a constituir una de mis imprescindibles de siempre.