“El arte más noble es el de hacer felices a los demás” (P. T. Barnum)
“Anne, no saben mirar más allá” (Zac Efron)
Por supuesto, los gustos, las opiniones son libres, pero deberían ser contrastadas al cabo de un tiempo, con hemeroteca y siempre teniendo en cuenta el derecho que cualquiera tiene a cambiar de parecer (claro que no estaría de más que así se reconociera) o a evolucionar, que queda más fino. Pues, además, las películas según en la edad de nuestras vidas en las que las vemos, nos pueden resultar otras. Pero qué cansadito estoy de los que tildan a cierto cine norteamericano de falto de contenido, edulcorado, superficial, epidérmico o mistificador. Y no ya porque se ajuste o no más o menos a esos calificativos, sino porque ello, al menos en mi caso, me da lo mismo por lo tantísimo que me ofrece, sean con esos registros u otros, y es que todos los dominan.
Pero bueno, además, qué pasa, que para ser valorado por una “élite” hay que tirar siempre de sombreados y sordidez. Valoro que sea así, pero me encanta también, a incluso más, este otro luminoso, resplandeciente, vitalista, feliz, espectacular, disneyano si quieren (bendito sea el mago de Burbank), positivo, que representa “El gran showman”, título español del original que viene a ser más explícito, “El showman más grande”, que es casi lo mismo y no lo es. De hecho, es un debate a plantear o poner en liza el debate sobre ese cine clásico que perseguía ante todo belleza y parte de este otro actual que se recrea en tantas ocasiones en la fealdad de todo tipo. Y no es una cuestión moral, o igual puede que también haya algo de eso. Pero yo la planteo en este momento desde un punto de vista formal, de contenido también claro.
Pero bueno trataré de no divagar como a veces suele ser norma en mí e ir ya con el protagonista de esta historia. El tipo en cuestión es nada más ni nada menos que el inventor del circo moderno, el del gran espectáculo teatral de variedades, el del “freaks show”, el del inductor de la industria del entretenimiento tal y como la hemos entendido durante muchas décadas y hasta siglos… hasta casi prácticamente nuestros días.
Me refiero a P. T. Barnum, un individuo de origen humilde que acabó construyendo un imperio del ocio y todo un fortunón en los Estados Unidos de mediados del siglo XIX, en plena expansión de tan gigantesco país. Su vida aquí contemplada, bien pudiera ser considerada como un “cuento dickensiano” en toda regla. Y nada mejor que las fechas navideñas para disfrutarlo, pudiendo además convocar con el máximo de garantías a toda la familia, incluyendo a los más menudos de la casa. Aunque bueno, nada más lejos de mi intención que mostrarme taxativo, pues no es apropiado erigirme en portavoz de nadie. Digamos que es una intuición de zorro avezado de salas cinematográficas.
En cualquier caso, este “biopic” musical resulta deslumbrante, barroco, seductor en todo momento, chillón, fenomenal. Y no me preocupa tanto que se ajuste o no a hechos, o a que aborde preferentemente los aspectos más nobles y destacables del personaje recreado (algo que por otra parte sería cuestionable, pues tangencialmente trata y queda también constancia de su rencor social y de un humillante desdén en un momento dado a esos diferentes que le ayudarían a cimentar su reinado artístico) sino a que realmente consiga envolverme con su imaginería, en algunos momentos rayana con la de la espléndida “Moulin Rouge”. Curiosamente, también esta superproducción norteamericana cuenta con un director australiano como aquella, Michael Gracey, en la que constituye su afortunadísima opera prima.
Muestra ideas visuales verdaderamente brillantes, como –pondré solo un ejemplo para no chafar nada más- la de esas sábanas convertidas en cuerpo de baile. Y creo que serán pocos los que pongan en duda la calidad de su dirección artística, ambientación o vestuario.
Las canciones me resultan también de lo más atractivas, en concreto las que corren a cargo de esa belleza sueca llamado Rebecca Ferguson. Téngase en cuenta que sus compositores son los mismos de esa preciosidad que es “La la land” o “La ciudad de las estrellas”. Jamás me canso de escucharlas.
Cierto que los números de baile o los cantables son más bien deudores de lo efectuado en el montaje que de grandes despliegues coreográficos, pero acaban mostrándose de lo más efectivos y envolventes.
Sumen a eso un Hugh Jackman y a una Michelle Williams francamente espléndidos y que si mis informaciones son correctas interpretan ellos mismos las canciones, o un Zac Efron de lo más resultón, más unos secundarios de primera y tendrán otro apartado más que raya a gran altura. Son prácticamente todos los que lo hacen a tan gran nivel.
Y luego está ese hálito romántico que recorre a la historia de principio a fin, y que está imprimido con la sensibilidad requerida y el encanto necesario.
Como se decía antiguamente… para pasarlo pipa. Seguramente lo repetiré unas cuantas veces más a lo largo de mi vida y sin duda alguna a corto plazo.
Tanto durante su proyección como tras su finalización me invade la alegría, la dicha. De eso trata este invento ¿no?